"Deber las promesas", por Ignacio Bosero
Cuentas pendientes, de Martín Kohan. Anagrama, Barcelona, 2010. 177 págs.
Lito Giménez no quiere ver al Dueño del departamento donde vive, no quiere pensar ni imaginar que pueda ser él mismo en persona el que se le presente en medio de la madrugada, para repetirle que viene a cobrar y sobresaltarlo de la cama. Prefiere evitarlo, prefiere vivir con ese riesgo sin sosiego a pagarle los cuatro meses de alquiler que le debe. Ni siquiera de a puchos ir salvando esa deuda que acumula con el Dueño. Nada. Está dispuesto a resistir como sea, el personaje octogenario de Cuentas pendientes, la última novela de Martín Kohan, a elegir pagar.
Giménez es un jubilado que vive sólo en su departamento, pero comparte la convivencia bajo el mismo edificio con Elvira, su señora esposa, y con “Mamina” (suegra centenaria que vive en el tercero con su esposa). Giménez rechaza esa vida cercana a Elvira. Pero pese a su deseo de sacársela de encima, no puede. Y en cambio, está sujeto a toda una serie de protocolos que su “señora esposa” le asigna con esmero, como si fueran de rutina. Giménez se queja pero los obedece. Entre ellos está la guardia a “Mamina”. Esas guardias son un verdadero calvario para Giménez; algo turbio, sórdido, ocurre sin su voluntad cuando queda a solas con “Mamina” en ese silencio sepulcral y a la vez bochornoso para él cuando contempla a su suegra: una erección (o varias) lo sorprenden. Avergonzado, siente repiquetear la voz última y espesa de “Doña Irma” en esa habitación: “Ojito, che, con hacerme alguna cosa”. Todo se diluye al regreso de Elvira de la misa, luego de rezar para que “Mamina” no se muera, y así poder seguir cobrando “la jugosa pensión por invalidez que recibe”.
La ansiedad es uno de los defectos de Giménez. Y la combate con una regular visita a la señora Katy, desde hace más de veinte años. Katy, cordial como siempre, lo atiende en su piecita de la calle Camargo. Pero el tedio lo persigue hasta ahí, hasta con Katy. Su misma ansiedad, su torpeza por querer descargarse, lo devuelve a la costumbre estéril e indulgente de un choque fláccido de sus cuerpos. Abatido, sueña con la chiquilina que según Vilanova le susurra al oído: “obra milagros” en su pisito de la avenida Santa Fe. Vilanova, coronel retirado, es un viejo conocido de Giménez. Por eso es normal que el ex coronel le propine a él algunas visitas en el barcito de Cabildo y Arenal. Esas visitas varían, entre la relación de trabajo que estrecharon (una changa tendida a Giménez, en realidad) y la verborragia del coronel al referirse a la juventud de hoy, que él descarga sobre la pasividad acordada de Giménez. A Vilanova, en definitiva, Lito Giménez le debe lo más importante que tiene en su vida: su hija Inesita.
Hacia el final, la fantasía que nos inundó se “deshace” en Cuentas pendientes. Otro personaje inesperado ingresa. El que ingresa es el narrador, en este caso, el Dueño. Entonces, el efecto hace que retrocedamos hacia el lejano “Tengo para mí que Giménez” que daba inicio a la novela. Ese Giménez conjetural del Dueño ahora está ahí, agazapado, inocente, sin escapatoria ante la presencia todopoderosa del Dueño que viene a cobrarle con decisión “los cuatro meses que le debe”. Y Giménez, temeroso, descubierto, ensaya explicaciones que se caen por sí solas: que es fin de mes, que no tiene un mango, que lo aguante, que le va a pagar. El Dueño muestra resistencia y apela a los números. Pero en cuanto se distrae y afloja un poco esta postura, Giménez lo disuade. Lo envuelve. Lo adula con la trampa de la inferioridad. Sabe que el Dueño es profesor de castellano y novelista y por eso “se las sabe todas”. Le dice: “Un ser humano como vos, que sos escritor de novelas, tiene un don maravilloso: el don de imaginar. Qué te puedo decir yo. ¡Que lo disfrutes!”. Y cuando quiere reaccionar, se enreda más. Pronto se ve queriendo explicarle a Giménez su última novela basada en un dilema teórico. Giménez capitaliza. Le entrega un novelón de Michael Lychton para que “cuando vuelva” le dé su opinión calificada.
El Dueño se despide de Giménez. Es de noche, ¿Comprobará lo que le dijeron el otro día de Luciana (la mujer que vive con él) que la vieron en un lugar poco indicado con el fotógrafo Nicolás Antúnez?
En Cuentas pendientes, Martín Kohan narra el humor como un sitio filoso, donde puede convivir una violencia aplastante y una zona librada de probable justicia en esos personajes entre inocuos y atroces. No hay garantías en esta novela de fantasmas cotidianos que asustan y sonríen a la vez. Algo definitivo no ocurre nunca: algo no se paga del todo y desvela una imaginación depurada.
Lito Giménez no quiere ver al Dueño del departamento donde vive, no quiere pensar ni imaginar que pueda ser él mismo en persona el que se le presente en medio de la madrugada, para repetirle que viene a cobrar y sobresaltarlo de la cama. Prefiere evitarlo, prefiere vivir con ese riesgo sin sosiego a pagarle los cuatro meses de alquiler que le debe. Ni siquiera de a puchos ir salvando esa deuda que acumula con el Dueño. Nada. Está dispuesto a resistir como sea, el personaje octogenario de Cuentas pendientes, la última novela de Martín Kohan, a elegir pagar.
Giménez es un jubilado que vive sólo en su departamento, pero comparte la convivencia bajo el mismo edificio con Elvira, su señora esposa, y con “Mamina” (suegra centenaria que vive en el tercero con su esposa). Giménez rechaza esa vida cercana a Elvira. Pero pese a su deseo de sacársela de encima, no puede. Y en cambio, está sujeto a toda una serie de protocolos que su “señora esposa” le asigna con esmero, como si fueran de rutina. Giménez se queja pero los obedece. Entre ellos está la guardia a “Mamina”. Esas guardias son un verdadero calvario para Giménez; algo turbio, sórdido, ocurre sin su voluntad cuando queda a solas con “Mamina” en ese silencio sepulcral y a la vez bochornoso para él cuando contempla a su suegra: una erección (o varias) lo sorprenden. Avergonzado, siente repiquetear la voz última y espesa de “Doña Irma” en esa habitación: “Ojito, che, con hacerme alguna cosa”. Todo se diluye al regreso de Elvira de la misa, luego de rezar para que “Mamina” no se muera, y así poder seguir cobrando “la jugosa pensión por invalidez que recibe”.
La ansiedad es uno de los defectos de Giménez. Y la combate con una regular visita a la señora Katy, desde hace más de veinte años. Katy, cordial como siempre, lo atiende en su piecita de la calle Camargo. Pero el tedio lo persigue hasta ahí, hasta con Katy. Su misma ansiedad, su torpeza por querer descargarse, lo devuelve a la costumbre estéril e indulgente de un choque fláccido de sus cuerpos. Abatido, sueña con la chiquilina que según Vilanova le susurra al oído: “obra milagros” en su pisito de la avenida Santa Fe. Vilanova, coronel retirado, es un viejo conocido de Giménez. Por eso es normal que el ex coronel le propine a él algunas visitas en el barcito de Cabildo y Arenal. Esas visitas varían, entre la relación de trabajo que estrecharon (una changa tendida a Giménez, en realidad) y la verborragia del coronel al referirse a la juventud de hoy, que él descarga sobre la pasividad acordada de Giménez. A Vilanova, en definitiva, Lito Giménez le debe lo más importante que tiene en su vida: su hija Inesita.
Hacia el final, la fantasía que nos inundó se “deshace” en Cuentas pendientes. Otro personaje inesperado ingresa. El que ingresa es el narrador, en este caso, el Dueño. Entonces, el efecto hace que retrocedamos hacia el lejano “Tengo para mí que Giménez” que daba inicio a la novela. Ese Giménez conjetural del Dueño ahora está ahí, agazapado, inocente, sin escapatoria ante la presencia todopoderosa del Dueño que viene a cobrarle con decisión “los cuatro meses que le debe”. Y Giménez, temeroso, descubierto, ensaya explicaciones que se caen por sí solas: que es fin de mes, que no tiene un mango, que lo aguante, que le va a pagar. El Dueño muestra resistencia y apela a los números. Pero en cuanto se distrae y afloja un poco esta postura, Giménez lo disuade. Lo envuelve. Lo adula con la trampa de la inferioridad. Sabe que el Dueño es profesor de castellano y novelista y por eso “se las sabe todas”. Le dice: “Un ser humano como vos, que sos escritor de novelas, tiene un don maravilloso: el don de imaginar. Qué te puedo decir yo. ¡Que lo disfrutes!”. Y cuando quiere reaccionar, se enreda más. Pronto se ve queriendo explicarle a Giménez su última novela basada en un dilema teórico. Giménez capitaliza. Le entrega un novelón de Michael Lychton para que “cuando vuelva” le dé su opinión calificada.
El Dueño se despide de Giménez. Es de noche, ¿Comprobará lo que le dijeron el otro día de Luciana (la mujer que vive con él) que la vieron en un lugar poco indicado con el fotógrafo Nicolás Antúnez?
En Cuentas pendientes, Martín Kohan narra el humor como un sitio filoso, donde puede convivir una violencia aplastante y una zona librada de probable justicia en esos personajes entre inocuos y atroces. No hay garantías en esta novela de fantasmas cotidianos que asustan y sonríen a la vez. Algo definitivo no ocurre nunca: algo no se paga del todo y desvela una imaginación depurada.
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