"Avatares de Batman (redux)", por Juan Francisco Ferré
No sabía bien Bruce Wayne, al elegir al animal inclasificable por excelencia (el murciélago) como emblema o símbolo de su causa, la identidad problemática que asumía ante el mundo. La virilidad del superhéroe se ubicaba ya desde su origen bajo la máscara de la paradoja y la ambigüedad.
En la corriente revisionista del cómic de superhéroes de los ochenta, de hecho, el más afectado por las estratagemas de redefinición moral fue el turbio Batman. En El regreso del Caballero Oscuro, Frank Miller lo reviste de la aureola violenta del vengador republicano en lucha contra el caos callejero y la maldad social, oscureciendo aún más su figura de defensor patológico del orden establecido. En Asilo Arkham, Grant Morrison, un artista con mayor agudeza para la parodia cultural, encierra a Batman con otros villanos carismáticos entre los muros de un manicomio. Ahí lo enfrenta, guiado por el sanguinario Joker, al laberinto de espejos de su tormentosa identidad, reviviendo incluso el episodio traumático de su infancia (el asesinato de sus padres) como una ocasión de sondear a fondo su reverso más tenebroso. Al final, el Joker se niega a desenmascarar a Batman, como si la revelación de su identidad real supusiera una amenaza seria a su sentido ludópata de la realidad.
El conflicto entre Batman y el Joker casi podría resumirse en la pregunta retórica que éste, esbozando su mueca más grotesca, formula al superhéroe en El caballero oscuro, la hiperbólica recreación de Christopher Nolan: “¿Por qué tan serio?” El hombre murciélago, sombrío agente del bien, habría interiorizado un modelo de seriedad impropio de su papel en el competitivo mundo del espectáculo. Mientras el Joker, consciente del juego, asumiría su rol terrorista con cínica frivolidad. Y es que Batman parece necesitar a su diabólico adversario para saber quién es en realidad y no quien finge ser ante los otros: un antihéroe atrapado en los dilemas de su doble condición animal y su patológica inclinación a la soledad y al mal ocultas tras una mascarada de vida burguesa, lucrativos negocios, tecnología punta, moral victoriana y filantropía capitalista.
Fue Frank Miller, por cierto, quien abordó con más perspicacia la debatida homosexualidad de Batman al definir sus relaciones con el Joker como “una pesadilla homófoba”. Y recordar, de paso, que su pulsión autoritaria podía ser un modo de exorcizar sus tensiones libidinales menos confesables (como se insinúa también en las grotescas perversiones fílmicas de Joel Schumacher, no tan despreciables como pretende la crítica más ortodoxa). De este deseo velado se ocupa con mayor descaro el pintor Mark Chamberlain al encuadrar al superhéroe como icono gay en una serie de acuarelas coloristas donde Batman y Robin, para escándalo de la puritana DC Comics, estrechan algo más que una hermosa y conmovedora amistad masculina. En otras viñetas de la misma serie pornográfica, exacerbando su imagen narcisista, un musculoso Batman se exhibe desnudo en poses provocativas y recurre a la capa, los guantes y la máscara como accesorios para intensificar su morboso atractivo varonil.
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En la corriente revisionista del cómic de superhéroes de los ochenta, de hecho, el más afectado por las estratagemas de redefinición moral fue el turbio Batman. En El regreso del Caballero Oscuro, Frank Miller lo reviste de la aureola violenta del vengador republicano en lucha contra el caos callejero y la maldad social, oscureciendo aún más su figura de defensor patológico del orden establecido. En Asilo Arkham, Grant Morrison, un artista con mayor agudeza para la parodia cultural, encierra a Batman con otros villanos carismáticos entre los muros de un manicomio. Ahí lo enfrenta, guiado por el sanguinario Joker, al laberinto de espejos de su tormentosa identidad, reviviendo incluso el episodio traumático de su infancia (el asesinato de sus padres) como una ocasión de sondear a fondo su reverso más tenebroso. Al final, el Joker se niega a desenmascarar a Batman, como si la revelación de su identidad real supusiera una amenaza seria a su sentido ludópata de la realidad.
El conflicto entre Batman y el Joker casi podría resumirse en la pregunta retórica que éste, esbozando su mueca más grotesca, formula al superhéroe en El caballero oscuro, la hiperbólica recreación de Christopher Nolan: “¿Por qué tan serio?” El hombre murciélago, sombrío agente del bien, habría interiorizado un modelo de seriedad impropio de su papel en el competitivo mundo del espectáculo. Mientras el Joker, consciente del juego, asumiría su rol terrorista con cínica frivolidad. Y es que Batman parece necesitar a su diabólico adversario para saber quién es en realidad y no quien finge ser ante los otros: un antihéroe atrapado en los dilemas de su doble condición animal y su patológica inclinación a la soledad y al mal ocultas tras una mascarada de vida burguesa, lucrativos negocios, tecnología punta, moral victoriana y filantropía capitalista.
Fue Frank Miller, por cierto, quien abordó con más perspicacia la debatida homosexualidad de Batman al definir sus relaciones con el Joker como “una pesadilla homófoba”. Y recordar, de paso, que su pulsión autoritaria podía ser un modo de exorcizar sus tensiones libidinales menos confesables (como se insinúa también en las grotescas perversiones fílmicas de Joel Schumacher, no tan despreciables como pretende la crítica más ortodoxa). De este deseo velado se ocupa con mayor descaro el pintor Mark Chamberlain al encuadrar al superhéroe como icono gay en una serie de acuarelas coloristas donde Batman y Robin, para escándalo de la puritana DC Comics, estrechan algo más que una hermosa y conmovedora amistad masculina. En otras viñetas de la misma serie pornográfica, exacerbando su imagen narcisista, un musculoso Batman se exhibe desnudo en poses provocativas y recurre a la capa, los guantes y la máscara como accesorios para intensificar su morboso atractivo varonil.
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