"La era del tinto", por Beatriz Vignoli

Hombre callado, el Perro.

El Perro charla (es decir, emite una o dos oraciones completas, con verbo conjugado y todo, casi siempre en modo imperativo, como es su estilo) solamente cuando habla por teléfono. Es como si su voz y su cuerpo, juntos ante mí, fuesen demasiado. Me da una cosa o la otra. Pero ahora está enojado, me ladra porque está enojado. Se siente ultrajado por mi tardanza. Pertenece al mundo de los hombres que cuando le tardan a otro hombre es para demostrarle su superioridad, directamente proporcional a los minutos de espera del otro tipo. Someter a alguien al crimen de que se le robe su tiempo (lo más valioso que tiene) es un grave acto de abuso de poder, según el Perro: es atar una fuerza de trabajo, es erosionar un capital no renovable. Perjudica la industria. Hacer esperar a alguien es un crimen de lesa humanidad, según el Perro, quien se jacta de haberlo cometido varias veces contra sus competidores. A mí lo que me resulta inconcebible es que alguien tenga semejante grado de control sobre la propia vida como para poder calibrar la cantidad exacta de minutos que le tardará premeditadamente a otro. Yo si llego tarde es precisamente por falta de ese control, no por su exceso. Pero el Perro no entiende que a alguien se le pueda hacer tarde. No entiende que el "se" impersonal pueda ser utilizado para narrar y no para disimular algo. Yo pertenezco en cambio al mundo (si es que pertenezco a alguno) donde nadie disimula nada, donde no hace falta salvar las apariencias ante nadie porque total ya está todo perdido.

[Continúa acá.]

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