"Bajo la luz turbia de puteríos infectos", por Gabriela Cabezón Cámara y Sebastián Hacher

El martes a la noche, después del anuncio de que ninguno de los 13 acusados por la desaparición de María de los Ángeles Verón, Marita, sería condenado, hubo catarsis. Convocados por las redes sociales, cientos de personas se concentraron frente a los tribunales, en Buenos Aires. Eran gritos, alguna pancarta pidiendo justicia, diciendo que todas somos Marita. El miércoles la marcha fue más organizada —a la bronca se le sumó el cálculo político— y sobre el fallo ya se sabían más detalles: que los ciento cincuenta testigos no le habían alcanzado al tribunal para reconstruir qué había pasado con ella. Que la investigación, siempre en manos de la justicia y la policía de la provincia, solo se activó cuando el caso se volvió nacional y puso la lupa sobre la trata de mujeres en Tucumán, dos años después de la desaparición de Marita. Que las cinco testigos que estuvieron secuestradas en redes de trata habían presentado algunas contradicciones. “Lo que hay que tomar en cuenta —había dicho uno de los abogados de la querella durante el juicio— es que estas mujeres sufren de estrés post traumático por algo que pasó hace diez años y que tienen que hablar frente a sus propios secuestradores”. Ellos, los acusados, con “Mamá Lili” secundada en todo momento por sus hijos mellizos y por esas mujeres de pelos larguísimos, tacos altos y rostros curtidos, estaban siempre dispuestos a la amenaza en el baño, el comentario por lo bajo, la miradas amenazantes. “Usted es una madre fracasada”, dijo Medina –propietaria de prostíbulos- en sus palabras finales. “Marita se fue de su casa para prostituirse”, agregó Daniela Milhein, primero víctima y luego captora de mujeres. Y así, con esos insultos, terminó el juicio. Sin condenas, y sin saber donde está Marita.

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