"La multitud y los jefes", por Horacio González
Hemos
leído (mucho) y escrito (un poco) sobre los trágicos acontecimientos de París.
La primera intuición sobre los textos que van llegando –en la obligación que
todos sentimos por pronunciarnos- es que hay una cuestión sobre la naturaleza
de la revista Charlie-Hebdo que flota tenuemente entre los intersticios del
asesinato terrible de sus principales dibujantes. En un país oficialmente laico
y de tradiciones republicanas clásicas, por lo que tienen de fundadoras, y en
medio de una delicada situación mundial (que llamaremos propia de las latencias
de una guerra, en las fronteras de lo “teológico-político”) ¿era posible
abandonar cualquier consideración sobre la materia religiosa (o si se quiere el
orden sacro) a la que se tomaba como motivo de escarnio? Ya se dijo todo lo
necesario sobre la tradición satírica francesa, heredera de las sutilezas de
los libertinos, un sensorialismo totalmente desenfadado frente a la relación
entre el mundo natural, corporal, y las creencias religiosas. Con diferentes
versiones, este legado periodístico se extiende desde el siglo XVII.
Vinculado a la blasfemia y el escarnio como crítica a las costumbres
conservadoras, y en gran medida a la crítica a la religión como instrumento de
los poderes, ingresó intacto con todos sus recursos burlescos a la época en que
la esfera de lo sagrado y las militancias sacrificiales –desde los hechos
ocurridos en las Torres Gemelas-, adquirían una dimensión política tan grande o
mayor que la que en las décadas del sesenta y setenta habían tenido el
guevarismo, los manuales que había escrito Debray o la película La
batalla de Argel.
Una idea de humor de desenfado y sarcasmo pleno de ingenio, la pueda dar en
nuestro país la gran aventura editorial que significó la publicación El
Mosquito. Implacable con toda la clase política de la época –al mismo
tiempo, o poco después, se fundaba en Francia Le Canard Enchaine-
fue aceptado no sin preocupaciones pero con un espíritu de resignada
caballerosidad por personajes como Roca, Sarmiento y Mitre,
en una actitud en cierto modo heredada de la magnificente tolerancia del
rey con su bufón. El Mosquito expresaba el espíritu de
mundanidad volteiriana en una Buenos Aires culturalmente estrecha, y sus
dibujantes y redactores –en general provenientes del primer exilio español en
Argentina-, gozaban de un saber y una profesión que, mirando hoy sus páginas,
tenía una mordacidad y una finura shakespeareana para retratar las miserias
cotidianas de la vida pública. Charlie Hebdo es de esa fibra, y el asesinato de
sus redactores y dibujantes no puede ser justificado por el carácter blasfémico
que tenía su obra, por más que aquí se abre una discusión subsidiaria sobre el
trabajo del humor con la estopa sensitiva de lo sagrado. Son muchos los que han
declarado que la mezcla de osadía, negligencia y porfía del humor herético
merecía contar con una prudencia especial, en una época en que los sentimientos
religiosos y las teologías redentoristas crecen en el mundo. No son los tiempos
de Rabelais, cuya “religión” se inspira en escatologías y temas carnavalescos
que ponen cabeza abajo el reino de las creencias sagradas.
La cuestión de la zona de riesgo en que se hallaba la revista fue debatida en
variados sentidos; por los que le veían un dificultoso empecinamiento
antirreligioso que no era rescatado por la reverente apelación a Voltaire (éste
escribió mucho sobre Mahoma, en general adversamente pero a veces con agudo
aprecio) y por los que percibían en la grácil irreverencia una manifestación de
libertinaje gozoso y creativo. En cualquier sentido, se planteaba la cuestión
de la sátira respecto a los poderes, yde las diferencias que se reconocen si
esos poderes son laicos y políticos, o bien religiosos y vinculados a la fe de
millones de personas (que a la vez tienen tratos inhibitorios con la
potencialidad de las imágenes). En verdad, más que heredera de Voltaire (como
dice la Ministra de Cultura de Francia en respuesta poco afortunada a la
también poco afortunada opinión del Papa), la revista Charly Hebdo parece
reunir algunos trazos que se hallan presente en las Cartas de Artaud a Los
Poderes (Los directores de Asilos y Universidades, el Dalai Lama,el
Papa).
Hay un problema -mejor dicho un nudo ético- que impide entretanto crear un
mismo plano de reprensión para humoristas del humor sacrílego y sus
asesinos. Cualquier consideración que sea sobre los estilos punzantes que
proponen las máquinas humorísticas –amparadas en Voltaire o cuestionadas por
los que proponen lo sagrado como un dilema en términos de frontera simbólica
intransponible-, cualquiera, redundamos, que esté en nuestra conciencia,
no puede condicionar o relativizar la magnitud del crimen y lo pasmoso de su
horror. Esta afirmación debe tener en cuenta, asimismo, que en el interior de
esa condena –que quizás la palabra “terrorismo” no contribuye a esclarecer-, se
produjeron varios hechos que pueden desglosarse en el trágico núcleo de este
brutal derramamiento de sangre. Se atenta contra un simbolismo de la vida
intelectual (por eso la muchedumbre de Francia salía con lápices gigantes a la
calle; hay que recordar nuestra “noche de los lápices”, que alude al estudio,
la escritura, la voluntad de poseer una lengua viva); se atenta contra un
recinto que a su vez posee su propia sacralidad, como en su fondo póstumo tiene
toda redacción de un periódico o el aula de una escuela; se procede en nombre
de una “justicia sacra” empleando armas de fuego especializadas, privándose de
respuestas en el mismo plano intelectual, retrocediéndose así a un primitivo
nivel de “guerra de culturas”, con lo que lo religioso cede su mesianismo
candoroso a un horizonte de violencia que –siempre latente en la historia de
las grandes religiones- ponen en alianza a las creencias en lo sagrado junto a
la necesidad de conjugarlo con misiones militares clandestinas o abiertas.
Decir “terrorismo”, en este caso, puede ser la
definición de una tecnología activista por cierto sesgo sacrificial, matar sin
hesitación, la irrupción súbita que quiebra la lógica de lo cotidiano e infunde
pánico con un arquetipo de violencia absolutamente diseminable. Pero no parece
que el término terrorista permita ahondar en el sentido profundo de lo ocurrido
–su sentido de redención por la sangre ante los profanadores de papel-, y por
consiguiente, en los necesarios modos de su repudio, no ceñido a ningún otro
tipo de consideración que lo descuente como un jalón más de las reciprocidades
donde cada uno se apoyaría en un crimen anterior para justificar el suyo.
Esto es lo que se presenta cuándo nos
preguntamos por qué salieron a la calle grandes multitudes a repudiar el hecho,
que si bien pudieron haber pensado en términos trágicos en los dibujantes
muertos tanto como en sus asesinos, surgidos de un hilo de dramas colectivos
que tiene una larga historia, no cedían en lo terminante de la condena, no
rebajada por ninguna mención a la historia universal (alguien podría pensar en
el modo en que Henri Pirenne, en su Mahoma y Carlomagno,
estudia la edad media en Francia ante los avances de la cultura islámica en los
años primordiales de Occidente) ni desmemoriada respecto a que la formación de
un grupo militante de acción, bien puede estar “santificado por sus propias
creencias”, pero no por eso los resultados de su acción dejan de tener
consecuencias criminales que ninguna sacralidad puede justificar.
De ahí que los que salieron a la calle en
París y otras ciudades del mundo, vivían la necesidad de exponer una conexión
ético-política que iba más allá del “Je suis Charlie”, y se convertía en una
multitud azorada que sin embargo dejaba un invisible o tenue texto político
sobre el pavimento. En un sentido inmediatamente perceptible, era una congoja
compartida que se erigía como un muro contra las interpretaciones de la
ultraderecha, volcadas hacia la restauración de la guillotina como emblema de
un nuevo orden securitista; pero al contrario, también se diseñaba la
recreación de un republicanismo que en sus aspectos democráticos se hallaba en
retroceso, y que para aglutinarse reclamaba de sí mismo cerrar la compuerta a
las resoluciones más atrevidas –resoluciones de izquierda- a estos tambores de
guerra que trabajan con la plenitud de las simbologías y con la sangre que
certificaría la realidad de las creencias. Problema evidente para los intentos
de las izquierdas europeas, como la que encarna el partido griego Syriza.
En nada de esto pensaron los jefes de
Estado que marcharon con la multitud… al margen de la multitud. En el mismo
horario, pero en otra parte de la ciudad, otro territorio, otra idea de las
cosas, otro espacio mental. Una impresionante foto de Le
Monde tiene una prodigiosa claridad: la manifestación de los
jefes de Estado era una escena “construida”. ¿Pero acaso no lo son las reunión
es del G20, cualquier otro acto público, incluso un espectacular atentado, de
los tantos que hubo y hay en el mundo contemporáneo? Sí, pero siempre lo
político en que pensamos y que nos lleva a pensar, tiene un germen
insondablemente espontáneo en el sentimiento de esa “comunidad acéfala” que de
repente sabe que tiene que congregarse. Esa espontaneidad es también un
pensamiento surgente, crea imágenes de todo tipo, legítimamente construidas. Y
muchas de esas imágenes quedan apenas en la memoria de unos pocos si no logran
el registro de los aparatos correspondientes de recolección de representaciones
o efigies. Son las mejores. No obstante, los jefes de Estado de Europa y
algunos de Medio Oriente, iban a ese acto como cabezas segmentadas del resto,
decapitados del sentimiento colectivo, y sabiendo que allí tenían una materia
plástica disponible en millones de cabezas desoladas.
¿Podrían pensar que la merecían? No parece ser
así, la daban por hecha, como un evento natural, producido por el temblor
sísmico que produjo la masacre. Si bien Hollande había llamado a la
manifestación, no podía pensar acabadamente cuál era el límite, que como una
poderosa montaña invisible hacia “la que no podía ir Mahoma”, le impedía
fusionarse con ella. No eran solo cuestiones comprensibles de seguridad del
cuerpo de los poderosos de Europa frente a esa concurrencia novedosa y
afligida. No podían, él y los otros, asumir la muralla ensimismada en que la
foto de esa segregación los encuentra. Y quizás deba decirse que ese obstáculo
que los hace manifestar dentro de su corralito de imposibles, divididos de la
comunidad que tiene su fuerza en el rastro de ausencias que la forma, es lo
posible que los reclamaba. En esa distancia que separaba al gentío de las
cabezas de la Europa escurrida, ya se forjaban pensamientos, se dibujaban
figuras y perfiles nocturnos. Lo posible. Como computar tropas, como mandar
portaviones a Irak, como ignorar que toda culpabilidad no es lo que se
encuentra fácil, sino la meditación señera, que es la más difícil.
(Publicado en La Tecla Eñe, 16/1/2015)
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