"Un festejo sin pasado", por Ezequiel Adamovsky

El desgano con que se preparó la conmemoración del Bicentenario fue notorio. “Austeridad”, fue la palabra clave que se transmitió a la prensa, como para bajar las expectativas desde temprano. Nada de fiestas públicas, nada de megaeventos, nada de calor popular. Apenas un par de actos protocolares enmarcados por desfiles militares y algún número artístico de baja producción. En la curiosa concepción desde la que se pensó la celebración, el evento conmemorado –la independencia– aparece apenas como una referencia difusa. Como explicó el secretario general de la Presidencia, Fernando de Andreis, pensaron en un festejo “que se proyecte hacia el país que podemos ser más que al que fuimos”. En otras palabras, por paradójico que parezca, se trata de una conmemoración que vuelve la espalda sobre el pasado que conmemora. La campaña publicitaria oficial en televisión y en medios gráficos convoca a encarar el futuro con optimismo, con frases como “no darnos por vencidos” porque “nos tenemos a nosotros, a 44 millones de argentinos”. “Todo es posible”, “lo que no existe podemos inventarlo”, “depende de nosotros” y otras por el estilo. Quitando dos, dedicadas a mostrar el retrato de Favaloro y un colectivo antiguo, el spot oficial sólo utiliza imágenes de lugares y de personas del presente (predominantemente de cabellos rubios). Del pasado, poco y nada.
En esto, la de 2016 se parece a la conmemoración del Bicentenario de la Revolución de Mayo que Macri organizó seis años antes cuando era Jefe del gobierno porteño. También entonces los festejos se limitaron a una gala para ricos y famosos en el teatro Colón y una campaña de carteles callejeros invitando a celebrar supuestos “valores de Mayo”, como la “Convivencia” o el “Diálogo”, en verdad bastante ausentes en el clima de guerras sangrientas y furiosas pujas políticas de aquellos años. El pasado fue entonces, como ahora, puesto en segundo plano para priorizar en cambio los mensajes políticos del gobierno. Por supuesto, toda conmemoración tiene una dimensión política que conecta con las necesidades del presente (la del Bicentenario de Cristina Kirchner ciertamente la tuvo). Pero lo distintivo en este caso es la pretensión de no hablar siquiera del pasado, correrlo de la escena.
A esta altura parece bastante claro que el macrismo tiene un problema con la historia. La vive como una carga, una mochila de la que mejor sería despojarse. En 2013 causó un revuelo cuando intentó reducir la cantidad de horas de enseñanza de Historia en las escuelas secundarias porteñas, quitando totalmente la asignatura en los últimos años. Y entre sus primeras medidas desde la presidencia decidió reemplazar las imágenes de los próceres en los billetes por las de animales de la fauna local (por un momento evaluó conceder ese honor a Arturo Frondizi pero la idea fue descartada por temor a las controversias). El cambio, explicó el Banco Central, se justificaba en la necesidad de encontrar un “punto de encuentro” para que “todos los argentinos puedan sentirse representados en la moneda nacional”. En otras palabras, buscar un tipo de identificación colectiva que prescinda del pasado.
La animosidad de Macri por la historia puede tener varios orígenes. Seguramente influye el peso de las políticas de la memoria que supo darse la sociedad argentina, que hacen imposible dejar atrás, por caso, momentos traumáticos como los que marcaron los años setenta. Para un gobierno tan apoyado en la clase gerencial, el recuerdo constante de la complicidad de los empresarios durante la última dictadura (su propia familia incluida) no puede sino causar incomodidad. Proyectado hacia atrás, lo mismo vale para la mirada condenatoria que existe en nuestro país respecto de las clases altas y del liberalismo local por sus abundantes conductas antidemocráticas en diversos períodos de la historia. Nada de eso colabora con el proyecto político del macrismo. Y puede que también tengan su incidencia las religiosidades New Age que profesan el Presidente y otros miembros del PRO, que invitan justamente a liberar el espíritu de todo apego y atadura afectiva que pudiera interferir en su plenitud presente. Las solicitaciones emocionales del pasado, las nostalgias, acusaciones y pedidos de vindicación que hacen sentir, desde este punto de vista, aparecen como una carga. Mejor es siempre “mirar para adelante”.
Pero puede que haya también algo más. Si Macri se muestra incómodo respecto de la historia es también porque lo perturba la propia idea de “patria”. Cabe recordar que en su asunción alteró sorpresivamente la fórmula protocolar que indica el artículo 93 de la Constitución. En lugar de jurar desempeñar su cargo “con lealtad y patriotismo”, lo hizo prometiendo “lealtad y honestidad”. Podría verse en eso y en todo lo demás apenas una respuesta en espejo al gobierno de Cristina Kirchner: si ella organizó una megacelebración, nosotros haremos algo austero; si en 2010 hubo narración, ahora no la habrá; si ella impuso el eslogan “Tenemos patria”, nosotros apelaremos a valores más temperados y módicamente republicanos.
Si el distanciamiento respecto de la idea de “patria” y del panteón de próceres que la encarnan estuviese en función de una crítica de sus ribetes autoritarios, o del esfuerzo por alimentar solidaridades internacionalistas, no cabría más que festejar los cambios en el vocabulario y en las conmemoraciones que propone el actual Presidente. Pero es evidente que no viene por allí su incomodidad (como lo sugiere, por caso, la centralidad de los desfiles de bandas militares de varios países en este Bicentenario).
La ofuscación de Macri con la idea de “patria” y con la historia nacional acaso venga de una incomodidad más profunda con ese “nosotros” popular concreto que se expresa –como no podría hacerlo de otro modo– a través de sus memorias múltiples, tanto las que remiten a las efemérides escolares como las que vienen de las experiencias de luchas de clase y de represiones. Molesta ese “nosotros” que se imagina no sólo en los retratos de San Martín, sino también en historias de Patagonias trágicas y de jóvenes acaudalados haciendo pogroms, de hacheros rebeldes y de dueños de ingenios azucareros despóticos, de Resistencias peronistas y de jóvenes que se vuelcan al marxismo en los años setenta, de desaparecidos y de luchas actuales que se conectan con las de ellos. Molesta la historia porque ese “nosotros” popular argentino está constituido por ella, atravesado por sus ramificaciones de un modo tal, que no es sencillo pedirle que se reconozca en algunas de sus memorias pero no en otras. Sería totalmente injustificado decir que Macri rechaza la idea de “patria” por no ser genuinamente argentino, que lo es, tanto como cualquiera de nosotros. Pero en su tensa relación con la historia, incluso en su forma de hablar, se nota una incomodidad que es también respecto de ese “nosotros”. No se explica de otro modo que, al menos en dos oportunidades , se haya dirigido en público a “ustedes, los argentinos” , un colectivo en el que la segunda persona del plural que decidió usar no lo incluye (y no hace falta ser un lingüista para darse cuenta).
La fantasía de un país “liberado” de su historia, en definitiva, es la de poder celebrar un “nosotros” que no sepa reconocerse ya en memorias dramáticas. Un “nosotros” cuya consistencia esté asegurada en ciertos valores compartidos (como la “honestidad” o el “diálogo”) pero de coloración indefinida, buenos para un argentino tanto como para un noruego. Un “nosotros” que, como mucho, se dé por satisfecho de poder identificarse con los animalitos de su fauna autóctona. En definitiva, un “nosotros/ustedes” hecho de individuos sin marcas sociales o históricas específicas, una superficie plana y lisa comparable a cualquier otra, sin estrías, por donde el capital pueda circular sin fricciones ni obstáculos.
* Historiador; investigador de Conicet y docente en UBA y Unsam.
[Publicado en el diario Página/12, 6/7/2016].

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