“Llegar tarde, ser viejo en primavera”, por Diego Bentivegna

Por la puerta entornada, de Ricardo H. Herrera.
Córdoba, Alción, 2009.

La piedra desgastada, los guijarros en la vera de un río escueto de montaña que se pierde lentamente, el crepúsculo que se mira desde la sierra o desde las orillas de Buenos Aires, el follaje, caduco o persistente, de algunos árboles y plantas (el pacará): esa percepción de objetos trabajados por el tiempo es la experiencia sobre la que se escriben los poemas reunidos en Por la puerta entornada. Como en la producción anterior de Ricardo Herrera, las percepciones que desencadenan la poesía son percepciones de la sequedad, de lo concreto: en última instancia, son cristalizaciones de un paisaje del que se observa, se fija, detalles específicos. Fugaces.
La poesía de Herrera es, en este sentido, un intento de preservar en algún lugar esas formas naturales fijas, pero al mismo tiempo sometidas al desgaste de los elementos (el paso del agua, el golpe del viento, el crepitar del fuego). Por un lado, su poesía tiende hacia el suelo, hacia la piedra, que es la piedra de Traslasierra o la piedra de alguna playa atlántica, pero es también la piedra seca, cosí prosciugata, de L´Allegria de Ungaretti o los huesos resecos de la jibia de Montale, dos de los poetas que Herrera ha traducido y retraducido en un trabajo minucioso de aproximación a la voz del otro y de construcción de una dicción propia. La poesía de Herrera se obsesiona además por el enigma que habita el interior de los objetos, lo entrañable de la palabra: el interior de la piedra de la que puede brotar, tal vez, agua, o, tal vez, una música de palabras que remedan la rítmica latina; el interior del hueso en el que resuena el eco del “vacío que suscita el poema”, que lo acerca al lugar en el que la voz falla, en el que la voz caduca en el silencio: “Y mi voz / hablando calla ante ese puro límite / de la necesidad; la flor, los árboles, / los pájaros, el ritmo tan solícito / de tu cuerpo que viene hacia mi cuerpo”.
Esas experiencias de la dureza y del desgaste, del llenado y de la oquedad, se manifiestan en la poesía de Herrera en una labor sobre la escritura: “mi escritura / desposa ese tranquilo encantamiento, / mitiga tu abandono en el silencio” (19).
En su taller de escritura, Herrera trabaja la concentración y la búsqueda. En principio, el trabajo del poeta consiste en un trabajo sobre el ritmo, en un trabajo sobre las medidas, los acentos y los pliegues. Su poesía se articula con una tradición que, lejos de ser desechada, Herrera estudia en sus textos críticos, reunidos ya en varios volúmenes: una serie de lecturas que evidencian elecciones que, justamente por su preferencia por lo clásico y por lo mesurado, resultan inquietantes y cuestionadoras de un cierto estado de la poesía, desajustadas para el panorama poético argentino de los últimos años.
Esa crítica entrelaza así una escritura atrozmente contemporánea y las poéticas que en algún momento se pensaron como constitutivas de la poesía argentina (como las de Enrique Banchs o Ricardo Molinari). Desde un punto de vista formal, la poesía de Herrera plantea esa relación a partir del trabajo sobre un metro específico, el endecasílabo, del que se explora a lo largo de todo el poemario intensidades, posibilidades, lugares de estabilidad y de apertura. Es el endecasílabo el metro que está en la base de los dos movimientos compositivos que, entiendo, atraviesan todo este poemario de Herrera: la exploración de formas métricas tradicionales, como el soneto, y la búsqueda de algo del orden de lo elegíaco. No se trata, como en muchas de las exploraciones actuales de la poesía argentina de un uso en cierto punto distanciado y paródico de esas formas, sino de una escritura que confía en la construcción y exploración de las once sílabas como ejercicio de filiación con un pasado que se respeta y ama. Como el pacará de uno de los poemas del libro, el endecasílabo herreriano se aferra a una singularidad obcecada, desde el punto de vista temporal.

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