"Pedagogía, narrativa y deporte", por Jimena Néspolo
Segundos afuera, Martín Kohan. Sudamericana, Buenos Aires, 2005. 240 págs. Museo de la revolución, Martín Kohan. Mondadori, Buenos Aires. 192 págs.
(Reseña publicada originariamente en la revista Quimera, Nro.288, Barcelona, Noviembre 2007)
En los textos de Martín Kohan hay un preocupación –a mi entender– central. Recordemos que, con apenas cuarenta años, este escritor ha desarrollado hasta el momento una extensa producción. Ha publicado seis novelas: La pérdida de Laura (1993), El informe (1997), Los cautivos (2000), Dos veces junio (2002), Segundos afuera (2005), Museo de la revolución (2006); dos libros de cuentos: Muero contento (1994), Una pena extraordinaria (1998); y tres libros de ensayo: Imágenes de vida, relatos de muerte (1998), Zona urbana. Ensayos de lectura sobre Walter Benjamin (2004) y Narrar a San Martín (2005). Esa preocupación que, con variaciones, se formula a lo largo de sus libros podría quizá resumirse –a partir de una lectura atenta de Segundos afuera– en la siguiente pregunta: ¿Cómo conciliar narrativamente los nodos conceptuales pertenecientes a la “alta cultura” junto a los grandes fenómenos de identificación y movilización de “masas”? Subrayemos que lo masivo, aquello que luego cristaliza significados en el “mito”, es de por sí para Kohan altamente atractivo –ya sea como problema a razonar en sus ensayos (“Eva Perón”, “San Martín, el padre de la patria”) o como eje temático a abordar en sus ficciones (fútbol y deportes, la heroicidad, la praxis revolucionaria en una coyuntura política dada, etc.).
El hecho de que Kohan comenzara su periplo narrativo publicando en la colección de Novela Histórica de la Editorial Sudamericana durante los años ´90 no es un dato menor. Si bien, en sus comienzos, abordar dicha preocupación con los artificios formales que le ofrecía el género le permitió desentenderse de la certeza de que ya el Pop Art, a mitad del siglo XX, había ensayado algunas respuestas estéticas a esa misma inquietud –respuestas que se actualizaron, por ejemplo, muy cabalmente en la obra de Manuel Puig–, también le imprimió temprana e irrevocablemente a su escritura cierta “pedagogía en las formas” de la que hasta el momento Kohan no ha podido desprenderse.
Veamos, por ejemplo, cómo está orquestada su última y quizá –junto a Dos veces junio– más lograda novela: Museo de la revolución. El narrador protagonista llega a México comisionado por un editor para hacer algunas gestiones y contactar a una mujer, Norma Rossi, puesto que ella tiene en su poder el manuscrito de un guerrillero y quiere entregárselo. La novela se sucede entonces combinando estas dos historias, la de Rubén Tesare (el autor del cuaderno en cuestión), un joven estudiante de abogacía de veintitrés años que es detenido por un comando militar en 1975 mientras cumple las instrucciones de su organización guerrillera, y la de Marcelo, el joven que llega a México buscando ese manuscrito que, con el correr de los días, no logrará obtener puesto que su dueña dilata la entrega y a cambio le ofrece extensas escenas de lectura. Norma Rossi le lee a Marcelo el cuaderno de Rubén Tesare, y ¿qué contiene el cuaderno?: Sesudas reflexiones sobre la revolución, sobre Marx, Lenin, Trotsky… ¿Y Marcelo qué hace? Escucha las lecciones del revolucionario en boca de su improvisada maestra que es –por cierto– veinte años mayor que él. El “saber” cristalizado, “normalizado” en el cuaderno, se imparte y el lector –el lector modélico de Kohan, claro– lo agradece.
Si a partir de Borges, el binomio saber/representación entraba ineluctablemente en crisis –una crisis que ha recorrido incluso todo el pensamiento occidental contemporáneo–, la narrativa de Kohan evade con arrojo esta conflictiva puesto que el principal pilar sobre el que se asienta es, en principio, un plus supuesto de saber: la investigación historiográfica que supone la elaboración de un texto que cuadre dentro del género novela histórica, la investigación filosófica en el campo de las ideas para dar sustento –en este caso– al escrito monográfico de Tesare, o la investigación cuasipolicial a partir de fuentes gráficas en –por ejemplo– Segundos afuera. El saber, en los textos de Kohan, no sólo debe necesariamente existir sino que además debe necesariamente ser impartido para que la narración tenga lugar.
En este sentido, resulta esclarecedor observar cómo los extensos diálogos entre Ledesma y Verani (un periodista de cultura y otro de la sección deportes, respectivamente) ya diseñaban en Segundos afuera aquella relación maestro/alumno que anteriormente apuntáramos en Museo... Veamos un diálogo cualquiera: “–Le digo porque usted se embala y me pierde de vista que estamos hablando de un músico exquisito, de un músico de vanguardia; usted me hace un menjunje de todo y se piensa que da lo mismo una sinfonía de Mahler que una zamba o una cueca. / –Usted dijo folklore, yo no. / –Se lo digo para que usted entienda, Verani, pero usted no entiende. / –Puede ser que yo no entienda, no se lo voy a negar. Pero usted reconozca que no lo está explicando bien.” Uno, Ledesma, defiende a lo largo de toda la novela la música de Mahler, de Strauss, los valores de la “alta cultura”; el otro, Verani, especie de bruto devenido periodista que se emociona con las multitudes y el deporte, opone escasos argumentos y escucha paciente las lecciones. El mundo del deporte es, en este sentido, el polo del opuesto del deber y la cultura; es “lo real en sí”, lo que acontece y oficia de escenario y, a la vez, marco feroz. En Dos veces junio, por ejemplo, el mundial del ´78 es el atroz telón de fondo donde se desarrolla la oscura trama de represión, torturas, complicidad y muerte que rodea al narrador protagonista.
Pero volviendo a Segundos afuera, en el medio, conciliando posiciones entre ambos periodistas, irrumpe el narrador (en la página 122): “Porque si Ledesma pretendía que el mundo del cuarto de hotel escapara de la irradiación invasora de la gran pelea, tenía por fuerza que relativizar la hipótesis de la expansión totalitaria que el mismo postulaba. Para tener razón contra Verani, tenía sin embargo que darle la razón a Verani. No lo dije por conformar a los dos ni por resultar salomónico. Pero vi asentir a uno y a otro y supe que los había convencido a ambos.” Así, lo “real”, el “acontecimiento” del que da cuenta la prensa gráfica, la gran pelea entre el argentino Firpo y el norteamericano Dempsey –y con ella la gran multitud que la sigue– y, por el otro lado, la extraña muerte de un músico suizo que es dirigido por la batuta de Strauss en la Buenos Aires de 1923, esas dos realidades consideradas hasta el momento de manera inconexa, el narrador intenta unirlas, conciliarlas, en la hipótesis que baraja junto a los periodistas para explicar esa muerte. Pero, cuando la novela ya ha tenido lugar, el testimonio del músico argentino que reemplazó en su momento al suizo vuelve a escindir ineludiblemente las esferas: La narración gana entonces la partida y, con ello, el autor se asegura más variaciones tesoneras para un mismo artificio. Los puntos ciegos, las historias no contadas y que se vislumbran entre los intersticios de lo dicho, adquieren con todo –hacia el final del texto– tanto peso como la “realidad deportiva” que se impone.
Asimismo, debemos señalar que este plus de saber sobre el que se asientan los textos supone también el despliegue de una estrategia de escritura, aquello que comúnmente llamamos “estilo”, caracterizado aquí por la utilización de un lenguaje llano, altamente comunicativo, que apunta –ante todo– a la “naturalidad”. Así, leemos en Los cautivos (sic): “…contar bien es como cagar bien. Ni muy blando ni muy espeso. Mejor de un tirón que tardando. Mejor sueltito que con trabajo…”
(Reseña publicada originariamente en la revista Quimera, Nro.288, Barcelona, Noviembre 2007)
En los textos de Martín Kohan hay un preocupación –a mi entender– central. Recordemos que, con apenas cuarenta años, este escritor ha desarrollado hasta el momento una extensa producción. Ha publicado seis novelas: La pérdida de Laura (1993), El informe (1997), Los cautivos (2000), Dos veces junio (2002), Segundos afuera (2005), Museo de la revolución (2006); dos libros de cuentos: Muero contento (1994), Una pena extraordinaria (1998); y tres libros de ensayo: Imágenes de vida, relatos de muerte (1998), Zona urbana. Ensayos de lectura sobre Walter Benjamin (2004) y Narrar a San Martín (2005). Esa preocupación que, con variaciones, se formula a lo largo de sus libros podría quizá resumirse –a partir de una lectura atenta de Segundos afuera– en la siguiente pregunta: ¿Cómo conciliar narrativamente los nodos conceptuales pertenecientes a la “alta cultura” junto a los grandes fenómenos de identificación y movilización de “masas”? Subrayemos que lo masivo, aquello que luego cristaliza significados en el “mito”, es de por sí para Kohan altamente atractivo –ya sea como problema a razonar en sus ensayos (“Eva Perón”, “San Martín, el padre de la patria”) o como eje temático a abordar en sus ficciones (fútbol y deportes, la heroicidad, la praxis revolucionaria en una coyuntura política dada, etc.).
El hecho de que Kohan comenzara su periplo narrativo publicando en la colección de Novela Histórica de la Editorial Sudamericana durante los años ´90 no es un dato menor. Si bien, en sus comienzos, abordar dicha preocupación con los artificios formales que le ofrecía el género le permitió desentenderse de la certeza de que ya el Pop Art, a mitad del siglo XX, había ensayado algunas respuestas estéticas a esa misma inquietud –respuestas que se actualizaron, por ejemplo, muy cabalmente en la obra de Manuel Puig–, también le imprimió temprana e irrevocablemente a su escritura cierta “pedagogía en las formas” de la que hasta el momento Kohan no ha podido desprenderse.
Veamos, por ejemplo, cómo está orquestada su última y quizá –junto a Dos veces junio– más lograda novela: Museo de la revolución. El narrador protagonista llega a México comisionado por un editor para hacer algunas gestiones y contactar a una mujer, Norma Rossi, puesto que ella tiene en su poder el manuscrito de un guerrillero y quiere entregárselo. La novela se sucede entonces combinando estas dos historias, la de Rubén Tesare (el autor del cuaderno en cuestión), un joven estudiante de abogacía de veintitrés años que es detenido por un comando militar en 1975 mientras cumple las instrucciones de su organización guerrillera, y la de Marcelo, el joven que llega a México buscando ese manuscrito que, con el correr de los días, no logrará obtener puesto que su dueña dilata la entrega y a cambio le ofrece extensas escenas de lectura. Norma Rossi le lee a Marcelo el cuaderno de Rubén Tesare, y ¿qué contiene el cuaderno?: Sesudas reflexiones sobre la revolución, sobre Marx, Lenin, Trotsky… ¿Y Marcelo qué hace? Escucha las lecciones del revolucionario en boca de su improvisada maestra que es –por cierto– veinte años mayor que él. El “saber” cristalizado, “normalizado” en el cuaderno, se imparte y el lector –el lector modélico de Kohan, claro– lo agradece.
Si a partir de Borges, el binomio saber/representación entraba ineluctablemente en crisis –una crisis que ha recorrido incluso todo el pensamiento occidental contemporáneo–, la narrativa de Kohan evade con arrojo esta conflictiva puesto que el principal pilar sobre el que se asienta es, en principio, un plus supuesto de saber: la investigación historiográfica que supone la elaboración de un texto que cuadre dentro del género novela histórica, la investigación filosófica en el campo de las ideas para dar sustento –en este caso– al escrito monográfico de Tesare, o la investigación cuasipolicial a partir de fuentes gráficas en –por ejemplo– Segundos afuera. El saber, en los textos de Kohan, no sólo debe necesariamente existir sino que además debe necesariamente ser impartido para que la narración tenga lugar.
En este sentido, resulta esclarecedor observar cómo los extensos diálogos entre Ledesma y Verani (un periodista de cultura y otro de la sección deportes, respectivamente) ya diseñaban en Segundos afuera aquella relación maestro/alumno que anteriormente apuntáramos en Museo... Veamos un diálogo cualquiera: “–Le digo porque usted se embala y me pierde de vista que estamos hablando de un músico exquisito, de un músico de vanguardia; usted me hace un menjunje de todo y se piensa que da lo mismo una sinfonía de Mahler que una zamba o una cueca. / –Usted dijo folklore, yo no. / –Se lo digo para que usted entienda, Verani, pero usted no entiende. / –Puede ser que yo no entienda, no se lo voy a negar. Pero usted reconozca que no lo está explicando bien.” Uno, Ledesma, defiende a lo largo de toda la novela la música de Mahler, de Strauss, los valores de la “alta cultura”; el otro, Verani, especie de bruto devenido periodista que se emociona con las multitudes y el deporte, opone escasos argumentos y escucha paciente las lecciones. El mundo del deporte es, en este sentido, el polo del opuesto del deber y la cultura; es “lo real en sí”, lo que acontece y oficia de escenario y, a la vez, marco feroz. En Dos veces junio, por ejemplo, el mundial del ´78 es el atroz telón de fondo donde se desarrolla la oscura trama de represión, torturas, complicidad y muerte que rodea al narrador protagonista.
Pero volviendo a Segundos afuera, en el medio, conciliando posiciones entre ambos periodistas, irrumpe el narrador (en la página 122): “Porque si Ledesma pretendía que el mundo del cuarto de hotel escapara de la irradiación invasora de la gran pelea, tenía por fuerza que relativizar la hipótesis de la expansión totalitaria que el mismo postulaba. Para tener razón contra Verani, tenía sin embargo que darle la razón a Verani. No lo dije por conformar a los dos ni por resultar salomónico. Pero vi asentir a uno y a otro y supe que los había convencido a ambos.” Así, lo “real”, el “acontecimiento” del que da cuenta la prensa gráfica, la gran pelea entre el argentino Firpo y el norteamericano Dempsey –y con ella la gran multitud que la sigue– y, por el otro lado, la extraña muerte de un músico suizo que es dirigido por la batuta de Strauss en la Buenos Aires de 1923, esas dos realidades consideradas hasta el momento de manera inconexa, el narrador intenta unirlas, conciliarlas, en la hipótesis que baraja junto a los periodistas para explicar esa muerte. Pero, cuando la novela ya ha tenido lugar, el testimonio del músico argentino que reemplazó en su momento al suizo vuelve a escindir ineludiblemente las esferas: La narración gana entonces la partida y, con ello, el autor se asegura más variaciones tesoneras para un mismo artificio. Los puntos ciegos, las historias no contadas y que se vislumbran entre los intersticios de lo dicho, adquieren con todo –hacia el final del texto– tanto peso como la “realidad deportiva” que se impone.
Asimismo, debemos señalar que este plus de saber sobre el que se asientan los textos supone también el despliegue de una estrategia de escritura, aquello que comúnmente llamamos “estilo”, caracterizado aquí por la utilización de un lenguaje llano, altamente comunicativo, que apunta –ante todo– a la “naturalidad”. Así, leemos en Los cautivos (sic): “…contar bien es como cagar bien. Ni muy blando ni muy espeso. Mejor de un tirón que tardando. Mejor sueltito que con trabajo…”
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