“Manual de instrucciones egocidas”, por Jimena Néspolo
Manual Arandela, Sebastián Bianchi. Morón, Macedonia ediciones, 2009. 125 págs.
Escorzos. Catálogo japonés de imágenes a mano alzada, Facundo Ruiz / Irene Sola. Buenos Aires, Huesos de Jibia, 2009. 63 págs.
Frente al desove de palabras innecesarias, cualquier poeta twittérico sabe hacer jugar a su favor la economía y el silencio. No hace falta contar caracteres para cotejar la potencia o efectividad de versos como “reina sin reina/ tuerto en la luna”, o “surge una duda/ y se llena de comillas el ambiente”, o “como una errata/ se desgarra el mundo”. Tampoco quizá haga falta empuñar el podio para declamar apotegmas de brillo anodino y sentenciar, por ejemplo, que la literatura está hecha de frases o que las concepciones de lo literario varían a lo largo del tiempo…
Lo que quizá sí haga falta recordar –por sobre las modulaciones más o menos afinadas de escribas y ventrílocuos– es la capacidad de la literatura de reescribir cada época y con ello, por supuesto, el mundo. En este sentido, el Manual de Sebastián Bianchi realiza un interesante relevo monográfico de cómo en el siglo XX el discurso poético y el de la publicidad han trabajado en una dinámica de mutua retroalimentación. En un doble movimiento, se analiza el modo en que las nuevas técnicas litográficas favorecieron el surgimiento del “cartelismo” moderno (Chéret, Lautrec, etc.) y lo protopublicitario: las estrategias compositivas y los nuevos lenguajes de la vanguardia hicieron del cartel una “maquina de anunciar” que servía a propósitos artísticos, comunicativos, o de propaganda. El cambio conceptual que acarreó el paso del cartelismo artístico al publicitario implicó también la atenuación de su función poética en su intento por consolidar su fuerza persuasiva, desequilibrio que el Pop Art –por un lado– y la Poesía Concreta –por el otro– intentaron contrabalancear a partir del cruce y la puesta en tensión de la mayor cantidad de códigos (y ruidos) posibles.
Pero así como las nuevas tecnologías de hoy son también anacrónicamente fieles a esta múltiple servidumbre, hay propuestas poéticas que del mismo modo se hacen eco de esa “lírica colectiva” reivindicada –según Bianchi– por la poesía “visiva” del Grupo 70, los poemas "popcretos" de Augusto de Campos, o la “antipoesía” de Gomringer.
En una línea análoga, Escorzos: Catálogo japonés de imágenes a mano alzada, un poemario escrito a cuatro manos, reúne en sus páginas solidez compositiva y extrema conciencia de la disolución de la majestad del Yo, disolución a la que apuestan sus autores en tanto proyecto de escritura. Escribir aquí pareciera que no sólo es diálogo y azar, sino también –sospecho– voluptuosidad en las múltiples pérdidas que a su paso la letra deja. Veamos el siguiente poema titulado, precisamente, “Escribir”: “teje el azar/ con inteligencia/ anónima ella/ él de nombres harto”. Como los versos citados en el primer párrafo, con su respiración cortada, sus elipsis delirantes, su miríada de fisuras, todos los poemas dejan entrever una herida, el punto de tronche lamborghiniano que, por decisión o por antojo, se convierte en adherencia y a la vez, singularidad. Puntualmente, el volumen está organizado en las siguientes secciones: “Cuaderno de impresiones I”, “Estampas”, “Cuaderno de impresiones II”, “Bocetos”, “Cuaderno de impresiones III”. En “Estampas” que es, en rigor, el corazón del libro, Facundo Ruiz e Irene Sola reúnen una serie de poemas dedicados al Yo. Es interesante detenerse en las figuras sobre las que los breves poemas trabajan: el cuerpo, la sombra, la nada, el azar como deseo y para finalizar, un poema dedicado a Pizarnik en el que el yo/dupla se hace tríada (“Pizarnik y yo y Pizarnik”) y dice: “voy a escalar un sinónimo/ hasta alcanzar mi nombre”.
Reivindicando la tradición de los mejores egocidios, las estampas de este catálogo recogen las uñas, los pelos, los restos, las colillas del rey muerto y con esos materiales espurios y un escenario que exuda orientalismo construyen sus galerías, como si el poema fuera más que una fuga de sentidos, un refugio o la fiesta de un encuentro.
Escorzos. Catálogo japonés de imágenes a mano alzada, Facundo Ruiz / Irene Sola. Buenos Aires, Huesos de Jibia, 2009. 63 págs.
Frente al desove de palabras innecesarias, cualquier poeta twittérico sabe hacer jugar a su favor la economía y el silencio. No hace falta contar caracteres para cotejar la potencia o efectividad de versos como “reina sin reina/ tuerto en la luna”, o “surge una duda/ y se llena de comillas el ambiente”, o “como una errata/ se desgarra el mundo”. Tampoco quizá haga falta empuñar el podio para declamar apotegmas de brillo anodino y sentenciar, por ejemplo, que la literatura está hecha de frases o que las concepciones de lo literario varían a lo largo del tiempo…
Lo que quizá sí haga falta recordar –por sobre las modulaciones más o menos afinadas de escribas y ventrílocuos– es la capacidad de la literatura de reescribir cada época y con ello, por supuesto, el mundo. En este sentido, el Manual de Sebastián Bianchi realiza un interesante relevo monográfico de cómo en el siglo XX el discurso poético y el de la publicidad han trabajado en una dinámica de mutua retroalimentación. En un doble movimiento, se analiza el modo en que las nuevas técnicas litográficas favorecieron el surgimiento del “cartelismo” moderno (Chéret, Lautrec, etc.) y lo protopublicitario: las estrategias compositivas y los nuevos lenguajes de la vanguardia hicieron del cartel una “maquina de anunciar” que servía a propósitos artísticos, comunicativos, o de propaganda. El cambio conceptual que acarreó el paso del cartelismo artístico al publicitario implicó también la atenuación de su función poética en su intento por consolidar su fuerza persuasiva, desequilibrio que el Pop Art –por un lado– y la Poesía Concreta –por el otro– intentaron contrabalancear a partir del cruce y la puesta en tensión de la mayor cantidad de códigos (y ruidos) posibles.
Pero así como las nuevas tecnologías de hoy son también anacrónicamente fieles a esta múltiple servidumbre, hay propuestas poéticas que del mismo modo se hacen eco de esa “lírica colectiva” reivindicada –según Bianchi– por la poesía “visiva” del Grupo 70, los poemas "popcretos" de Augusto de Campos, o la “antipoesía” de Gomringer.
En una línea análoga, Escorzos: Catálogo japonés de imágenes a mano alzada, un poemario escrito a cuatro manos, reúne en sus páginas solidez compositiva y extrema conciencia de la disolución de la majestad del Yo, disolución a la que apuestan sus autores en tanto proyecto de escritura. Escribir aquí pareciera que no sólo es diálogo y azar, sino también –sospecho– voluptuosidad en las múltiples pérdidas que a su paso la letra deja. Veamos el siguiente poema titulado, precisamente, “Escribir”: “teje el azar/ con inteligencia/ anónima ella/ él de nombres harto”. Como los versos citados en el primer párrafo, con su respiración cortada, sus elipsis delirantes, su miríada de fisuras, todos los poemas dejan entrever una herida, el punto de tronche lamborghiniano que, por decisión o por antojo, se convierte en adherencia y a la vez, singularidad. Puntualmente, el volumen está organizado en las siguientes secciones: “Cuaderno de impresiones I”, “Estampas”, “Cuaderno de impresiones II”, “Bocetos”, “Cuaderno de impresiones III”. En “Estampas” que es, en rigor, el corazón del libro, Facundo Ruiz e Irene Sola reúnen una serie de poemas dedicados al Yo. Es interesante detenerse en las figuras sobre las que los breves poemas trabajan: el cuerpo, la sombra, la nada, el azar como deseo y para finalizar, un poema dedicado a Pizarnik en el que el yo/dupla se hace tríada (“Pizarnik y yo y Pizarnik”) y dice: “voy a escalar un sinónimo/ hasta alcanzar mi nombre”.
Reivindicando la tradición de los mejores egocidios, las estampas de este catálogo recogen las uñas, los pelos, los restos, las colillas del rey muerto y con esos materiales espurios y un escenario que exuda orientalismo construyen sus galerías, como si el poema fuera más que una fuga de sentidos, un refugio o la fiesta de un encuentro.
Comentarios
Ojalá pueda encontrar esos libros.
Un abrazo, coto
bolivar 646
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