“La novela como voltereta”, por Walter Romero

A tiro limpio, Boris Vian. Tusquets, 2009. 120 págs. Trad. Juan Manuel Salmerón Arjona.
  
Boris Vian puede pensarse como el modelo de autor que escribe no sólo a contramano de su época –en una escritura lanzada a la manera de Stendhal, hacia un futuro que parece no llegar nunca– sino también a contrapelo de una tradición moralizante y tristemente académica que ha caracterizado a ciertas zonas de la literatura francesa del siglo XX. Su literatura –que Bataille caracterizó dentro de la inquietante denominación de “inverosímil burlesco”– sostiene una profunda vocación vitalista en todas sus producciones –aun las disímiles– mofándose de las momias y de las grandezas literarias de Francia a través de la celebración del juego y de una de las últimas –o primerísimas, según se mire– operaciones de carnavalización brutal de registros y géneros. Sus ya reconocidos “disloques” nos invitan aún hoy a desnaturalizar nuestros modos de leer: cierta pérdida de la verdad y cierto registro de que la literatura y la lectura son siempre entidades provisorias se desprenden de una obra que se resistió a la canonización desde sus inicios, justamente desde esta primera novela que hoy reseñamos.
A tiro limpio (cuyo título original es Trouble dans les andains), traducido por Juan Manuel Salmerón Arjona con destreza y capacidad lúdica para el tratamiento de los juegos de palabras típicos del lenguaje vianesco, es una suerte de concentrado (o precipitado) de las pulsiones literarias que atraviesan toda su obra. En una narración que llamaremos espasmódica o esperpéntica, de capítulos cortos o cortísimos, con títulos-guía o títulos que defraudan o prometen una acción que nunca llega, Vian se encarga de parafrasear el tratamiento disruptivo de las intrigas y las tramas helicoidales del primer Hugo, tan evidentes en textos como el olvidado Han de Islandia. En este caso, no sabemos si estamos frente a una novela de aventuras “destartaladas” o a una novela policial “desconchada” donde las figuras de asesino, víctima y detective parecen haberse enrevesado definitivamente. Señalemos que el alocado y poético mundo de Vian es siempre una deformación onírica de la realidad: su parangón con los procedimientos surrealistas –cuyo nihilismo fue tan atacado antes de la Segunda Guerra– es evidente mediante operaciones de cruce o de trasvase de dos o más realidades. La fragmentación usual en sus novelas no es otra cosa que una gran demostración narrativa de la “la inadecuación originalísima entre discurso e intriga”.
Los tópicos usuales de la contralógica vianesca –deudora de Carroll– están presentes –más que de forma embrionaria– en esta primera novela, su debut literario: la vestimenta estrafalaria que recuerda al gran Jarry, el animismo féerico de ciertos objetos, la presencia risueña y, a la vez, tétrica de ciertos animales humanizados –en este caso el estrambótico Rhizostomus gigantea azurea oceanensis, la parodia de las clases sociales pudientes o directamente de una nobleza de pacotilla –trivial y “aventurera”–, la búsqueda quijotesca de un objeto burlón –o extraño artefacto– como el BARBARON BIFIDO entendido como una suerte de Santo Grial, la irrupción discursiva de los dislates que se musculan en una prosa encendida y eléctrica –casi neonizada–, el gusto por una violencia gore que gusta de los decapitaciones y la sangre, o la explosión como deus ex machina desacralizador que tanto se parece a los “remates” de Copi, la sensación de lectura que parece dar idea de “leer un fox-trot” o “escuchar una novela”, la apelación sin más a un humor blanco que, en este caso, a manera de instructivo, recuerda al Cortázar de Historia de cronopios y de famas, la creación de un mundo de geografías insólitas donde las nociones de arriba/abajo o interior/exterior o territorio/accidente están fuertemente desnaturalizadas, la idea futurista del panegírico del auto como celebración de una kinesis que se vuelve cómic o gag de cine mudo –en este caso a bordo de un Cadillac– y, sobre manera, el uso macarrónico de recursos como el descubrimiento de un manuscrito –otra vez el Quijote– que logra hacia la mitad del relato darle a este texto uno más de sus inesperados virajes.
Bachelard decía que bajo un ingeniero yace siempre un alquimista. Tal vez la tarea científica de Boris Vian, ingeniero y trompetista prematuramente desaparecido (1920-1959), haya sido expurgar todos los obstáculos epistemológicos que lo alejaban de una literatura de creación, original e imaginativa. Vian sabía que su literatura estaba más cerca de la ensoñación que de la experiencia: en su obra, la realidad y la ficción se funden a manera de lúdica y genial voltereta.

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