"Noticias de un fantasma", por Jimena Néspolo
Diario de la rabia. Beatriz Viterbo, Rosario, 2006, 92 págs.
El lugar que no está ahí. Losada, Buenos Aires, 2006, 105 págs.
Arquitectura del fantasma. Una autobiografía. Santiago Arcos editor, Buenos Aires, 2006, 107 págs.
(Esta reseña fue publicada originariamente en la revista Quimera. Barcelona, Nro.292, marzo 2008.)
Es ley: de un escritor que hace de la marginalidad un culto se puede esperar cualquier cosa; la más evidente es que las reseñas, elogios y comentarios a su obra lleguen tarde –incluso después de su muerte–. Héctor Libertella es uno de los episodios literarios más delirantes, estrambóticos y experimentales que ha tenido la vida cultural argentina en las últimas décadas del siglo XX y –como suele suceder– de eso se ha enterado apenas un puñado de amigos. El mismo autor, que adquirió con premura cierta fama dentro del ámbito criollo (en 1968, con apenas 23 años, ganó el Premio Paidós con El camino de Los Hiperbóreos; luego, en 1971, el premio Monte Ávila con la novela Aventuras de los miticistas; y en 1986, Paseo internacional del perverso se consagró con el Premio Juan Rulfo), que estuvo exiliado en México durante los años 70, que fue amigo de Néstor Sánchez, Osvaldo Lamborghini y difusor de la obra del poeta Néstor Perlongher, que fue editor de profesión y profeta de oficio, alentaba con ardor la invisibilidad con la premisa siempre a flor de piel de que el lector-masa torna sospechosa incluso hasta la propia obra.
En El lugar que no está ahí encontramos una sentencia que grafica ejemplarmente este programa de trabajo: “El tiempo hace un hueco. Y ese hueco le da esqueleto a tu memoria.” Y en los fragmentos autobiográficos publicados por la editorial Santiago Arcos, esta otra: “Contra la muerte no hay mejor defensa que la propia armadura de los huesos…” Los textos de Libertella tienen la concisión de un hueso blanco recién pulido, sólo invaden el vacío de la hoja cuando saben que van a decir algo que de tan cierto pueden ofrecerlo como la más grande de las ficciones para tramar, entre sí, un follaje arduo (como El árbol de Saussure, publicada por Adriana Hidalgo), una arquitectura que mima la temible osamenta de un fantasma. Son textos que tampoco desdeñan la imagen; a mitad de la novela El lugar que no está ahí –por ejemplo– irrumpe un mapa de los cielos, hecho de constelaciones subjetivas y de poesía concreta que recuerda, a su modo, la cartografía que el artista plástico Eduardo Stupía elaboró para la reedición de El paseo internacional del perverso; en su autobiografía, asimismo, abundan gráficos, tipologías distintas, alguna que otra foto y, en los tres libros aquí reseñados, la imagen recurrente de un caballero andante que bajo la armadura ostenta solamente un andamiaje de huesos. Libertella dijo alguna vez que sus personajes favoritos son aquellos que despliegan toda su vida como la crónica de un instante, que Don Quijote, por ejemplo, lo hubiera sido si el chico de seis años que anidaba en el viejo de ochenta hubiera podido convivir con él “literalmente” en el texto. Una arrogancia, una perogrullada, o quizá una pedantería que direcciona pasionales lecturas… Con todo, esas imágenes que escanden los textos establecen un diálogo complejo con la palabra, ya para iluminar nuevos sentidos, ya para des/ambiguar una sentencia o, simplemente, para ilustrar un texto y gozar acaso de una de las prácticas más primitivas y olvidadas hoy del hombre, la pintura. En Arquitectura del fantasma encontramos este aforismo, por ejemplo, acompañando la imagen de una extraña jeringuilla: “El lector del futuro es un lector sintético, un hombre pinchándose las venas con una lapicera parker.”
Diario de la rabia, tiene, en este sentido un epígrafe cabal: “La pintura es libro para los idiotas que no saben leer, Segundo Concilio Ecuménico de Nicea, 787.” Dicha nouvelle narra con gracia y extremo rigor formal las peripecias de Rassam (el Sr. Asma) mientras acompaña la expedición arqueológica de Sir Rawlinson en las orillas del Nínive. Rassam intenta preservar los hallazgos de los palacios Sanherib y Asusbanipal de la expedición francesa que excava también en esa colina pero, a causa de su enfermedad y de la ingeniosa verba de Sir Rawlinson, se los entrega apenas por una taza de té de cortisona. Al regresar a su patria el inglés le deja con cinismo estas palabras: “–Nosotros nos vamos y repartimos ya, los objetos. Y a usted, Rassam, le dejamos la enseñanza. Aprenda: para resucitar y avivarse los pueblos también pueden repartir sus muertos, y hacerlos valer como capital –y sólo me dejaba de recuerdo los sarcófagos vacíos y unas pocas montañas descascaradas.” Luego de tamaña expoliación, Rassam, más que furioso, fragua con sus excrementos algunas antiguallas que logra bien vender en el Soho como verídicas. Dedicado no tan casualmente a César Aira, amigo –según dice en su autobiografía– desde hace casi treinta años, este relato esconde además de una denuncia, una advertencia, un programa de intervención cultural y –digámoslo de una vez– una siniestra y adorable venganza.
El lugar que no está ahí, por su parte, se articula a primera vista como la crónica de un viaje, el de Fernando de Magallanes dando la vuelta al mundo, con la particularidad de que quien narra desde Florencia muchos años después rellena los inevitables blancos de la memoria con el ansioso relato de sus sueños. Así, el relato de Antonio (Pigafetta) vaga a la deriva junto a esa tripulación fantasmal del barco combinando onirismo y vigilia, hambruna, deseo y miseria, y envuelve extrañamente al lector en un relato que bien podría ser el de toda la humanidad: “Cada hombre, cada mujer es una estrella, con su carácter y su movimiento propios. Y porque muchos habían dado sin quererlo en la madera podrida que era aquella nave, alejados de su órbita y rumbo, tanto sufrían ellos como hacían sufrir al universo todo en su orden.”
En su autobiografía Libertella cuenta que fue un lector precoz, que a los cuatro años ya sabía leer y al poco tiempo recorría de la A a la Z el único volumen que componía la magra biblioteca de sus padres: un diccionario español de 1917. De allí seguramente se explica el regusto arcaizante que rezuma su prosa. No es casual, en ese sentido, que escribiera siempre a máquina; la literatura era para él “ese ir y venir sobre una huella que nadie eligió”, como el alcohólico o el jugador de juegos de azar, “tal vez el escritor sólo escribe por escribir.”
Siguiendo los pasos de aquel egocida por antonomasia que fue Macedonio Fernández, emprendió la tarea imposible de “derrotar la estabilidad de cada uno en su yo”. Sólo basta decir que nació el mismo día que Jorge Luis Borges y que murió a los 61 años, en el 2006, justo cuando comenzaba en Buenos Aires la Semana de homenaje a Antonio Di Benedetto.
Libertella brilla hoy en el panteón argentino de “Los Raros” con una luz opaca, cristalina… Es primitivo y moderno, sencillo y complicado… Tengo para mí la certeza de que ese lector del futuro que alguna vez soñara, ya llegó.
El lugar que no está ahí. Losada, Buenos Aires, 2006, 105 págs.
Arquitectura del fantasma. Una autobiografía. Santiago Arcos editor, Buenos Aires, 2006, 107 págs.
(Esta reseña fue publicada originariamente en la revista Quimera. Barcelona, Nro.292, marzo 2008.)
Es ley: de un escritor que hace de la marginalidad un culto se puede esperar cualquier cosa; la más evidente es que las reseñas, elogios y comentarios a su obra lleguen tarde –incluso después de su muerte–. Héctor Libertella es uno de los episodios literarios más delirantes, estrambóticos y experimentales que ha tenido la vida cultural argentina en las últimas décadas del siglo XX y –como suele suceder– de eso se ha enterado apenas un puñado de amigos. El mismo autor, que adquirió con premura cierta fama dentro del ámbito criollo (en 1968, con apenas 23 años, ganó el Premio Paidós con El camino de Los Hiperbóreos; luego, en 1971, el premio Monte Ávila con la novela Aventuras de los miticistas; y en 1986, Paseo internacional del perverso se consagró con el Premio Juan Rulfo), que estuvo exiliado en México durante los años 70, que fue amigo de Néstor Sánchez, Osvaldo Lamborghini y difusor de la obra del poeta Néstor Perlongher, que fue editor de profesión y profeta de oficio, alentaba con ardor la invisibilidad con la premisa siempre a flor de piel de que el lector-masa torna sospechosa incluso hasta la propia obra.
En El lugar que no está ahí encontramos una sentencia que grafica ejemplarmente este programa de trabajo: “El tiempo hace un hueco. Y ese hueco le da esqueleto a tu memoria.” Y en los fragmentos autobiográficos publicados por la editorial Santiago Arcos, esta otra: “Contra la muerte no hay mejor defensa que la propia armadura de los huesos…” Los textos de Libertella tienen la concisión de un hueso blanco recién pulido, sólo invaden el vacío de la hoja cuando saben que van a decir algo que de tan cierto pueden ofrecerlo como la más grande de las ficciones para tramar, entre sí, un follaje arduo (como El árbol de Saussure, publicada por Adriana Hidalgo), una arquitectura que mima la temible osamenta de un fantasma. Son textos que tampoco desdeñan la imagen; a mitad de la novela El lugar que no está ahí –por ejemplo– irrumpe un mapa de los cielos, hecho de constelaciones subjetivas y de poesía concreta que recuerda, a su modo, la cartografía que el artista plástico Eduardo Stupía elaboró para la reedición de El paseo internacional del perverso; en su autobiografía, asimismo, abundan gráficos, tipologías distintas, alguna que otra foto y, en los tres libros aquí reseñados, la imagen recurrente de un caballero andante que bajo la armadura ostenta solamente un andamiaje de huesos. Libertella dijo alguna vez que sus personajes favoritos son aquellos que despliegan toda su vida como la crónica de un instante, que Don Quijote, por ejemplo, lo hubiera sido si el chico de seis años que anidaba en el viejo de ochenta hubiera podido convivir con él “literalmente” en el texto. Una arrogancia, una perogrullada, o quizá una pedantería que direcciona pasionales lecturas… Con todo, esas imágenes que escanden los textos establecen un diálogo complejo con la palabra, ya para iluminar nuevos sentidos, ya para des/ambiguar una sentencia o, simplemente, para ilustrar un texto y gozar acaso de una de las prácticas más primitivas y olvidadas hoy del hombre, la pintura. En Arquitectura del fantasma encontramos este aforismo, por ejemplo, acompañando la imagen de una extraña jeringuilla: “El lector del futuro es un lector sintético, un hombre pinchándose las venas con una lapicera parker.”
Diario de la rabia, tiene, en este sentido un epígrafe cabal: “La pintura es libro para los idiotas que no saben leer, Segundo Concilio Ecuménico de Nicea, 787.” Dicha nouvelle narra con gracia y extremo rigor formal las peripecias de Rassam (el Sr. Asma) mientras acompaña la expedición arqueológica de Sir Rawlinson en las orillas del Nínive. Rassam intenta preservar los hallazgos de los palacios Sanherib y Asusbanipal de la expedición francesa que excava también en esa colina pero, a causa de su enfermedad y de la ingeniosa verba de Sir Rawlinson, se los entrega apenas por una taza de té de cortisona. Al regresar a su patria el inglés le deja con cinismo estas palabras: “–Nosotros nos vamos y repartimos ya, los objetos. Y a usted, Rassam, le dejamos la enseñanza. Aprenda: para resucitar y avivarse los pueblos también pueden repartir sus muertos, y hacerlos valer como capital –y sólo me dejaba de recuerdo los sarcófagos vacíos y unas pocas montañas descascaradas.” Luego de tamaña expoliación, Rassam, más que furioso, fragua con sus excrementos algunas antiguallas que logra bien vender en el Soho como verídicas. Dedicado no tan casualmente a César Aira, amigo –según dice en su autobiografía– desde hace casi treinta años, este relato esconde además de una denuncia, una advertencia, un programa de intervención cultural y –digámoslo de una vez– una siniestra y adorable venganza.
El lugar que no está ahí, por su parte, se articula a primera vista como la crónica de un viaje, el de Fernando de Magallanes dando la vuelta al mundo, con la particularidad de que quien narra desde Florencia muchos años después rellena los inevitables blancos de la memoria con el ansioso relato de sus sueños. Así, el relato de Antonio (Pigafetta) vaga a la deriva junto a esa tripulación fantasmal del barco combinando onirismo y vigilia, hambruna, deseo y miseria, y envuelve extrañamente al lector en un relato que bien podría ser el de toda la humanidad: “Cada hombre, cada mujer es una estrella, con su carácter y su movimiento propios. Y porque muchos habían dado sin quererlo en la madera podrida que era aquella nave, alejados de su órbita y rumbo, tanto sufrían ellos como hacían sufrir al universo todo en su orden.”
En su autobiografía Libertella cuenta que fue un lector precoz, que a los cuatro años ya sabía leer y al poco tiempo recorría de la A a la Z el único volumen que componía la magra biblioteca de sus padres: un diccionario español de 1917. De allí seguramente se explica el regusto arcaizante que rezuma su prosa. No es casual, en ese sentido, que escribiera siempre a máquina; la literatura era para él “ese ir y venir sobre una huella que nadie eligió”, como el alcohólico o el jugador de juegos de azar, “tal vez el escritor sólo escribe por escribir.”
Siguiendo los pasos de aquel egocida por antonomasia que fue Macedonio Fernández, emprendió la tarea imposible de “derrotar la estabilidad de cada uno en su yo”. Sólo basta decir que nació el mismo día que Jorge Luis Borges y que murió a los 61 años, en el 2006, justo cuando comenzaba en Buenos Aires la Semana de homenaje a Antonio Di Benedetto.
Libertella brilla hoy en el panteón argentino de “Los Raros” con una luz opaca, cristalina… Es primitivo y moderno, sencillo y complicado… Tengo para mí la certeza de que ese lector del futuro que alguna vez soñara, ya llegó.
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