"Hondonada", por Marcelo Damiani
Hondonada, de Antonio Oviedo. Alción, Córdoba, 2009, 173 págs.
Hondonada es la primera novela de Antonio Oviedo, autor de una vasta obra de más de 15 títulos, entre los que se pueden hallar poesías, cuentos, relatos, nouvelles y libros de crítica. Oviedo, como Carlos Schilling, otro poeta que ha practicado el género con maestría única con su excelente título Mujeres que nunca me amaron (2007), es quizá uno de los pocos autores cordobeses cuya poética está bien alejada tanto del vacuo barroco como del seudo minimalismo imperante en la ficción nacional.
La historia comienza con el mensaje de Mónica, hermana del protagonista narrador, anunciando la aparición de un posible comprador para el campo familiar que ambos han heredado. Rápidamente el universo ficcional se desplaza de la capital de Córdoba a las Altas Cumbres y sus alrededores, inaugurando un vaivén entre la ciudad y el campo que es una constante en los textos de Oviedo. Pero la novela también oscila entre situaciones presentes y pasadas, como si se tratara de una curiosa fluctuación de sueño y vigilia, a través de personajes que parecen suspendidos en el tiempo, como un viejo conocido o amigo de la familia llamado Slater, cuya presencia trae ecos o retazos de historias inconclusas de la Revolución Libertadora y el clima opresivo del proceso. Poco a poco, sin embargo, la novela va a ir casi desentendiéndose de lo que podríamos llamar su trama principal para desviar la apuesta hacia otros lugares. La narración, entonces, se abocará a la difícil tarea de aprehender climas, espacios y atmósferas y a ponerlos en relación con sensaciones e impresiones que carecen de un imperativo estatuto nominal. A partir de este movimiento se podrían encontrar algunos puntos de contacto con La frontera más secreta (1993) de Carlos Dámaso Martínez, y también con ciertas zonas de la obra de Juan José Saer.
Así, Hondonada, desde su mismo nombre, juega a prometer una inmersión en esos abismos existenciales que ya han dado más de una obra notable por estas tierras. Esto parece acentuado por el motivo elegido para ilustrar la tapa, el famoso “Hombre que camina bajo la lluvia” (1948) de Alberto Giacometti. La propuesta, sin embargo, es rápidamente mitigada por un epígrafe del poeta estadounidense John Ashbery: “Pero tus ojos proclaman / que todo es superficie”. Los versos provienen de “Auto-retrato en espejo convexo”, uno de sus más largos y célebres poemas, en el que también se puede leer: “La superficie es lo que está ahí. / El conjunto es estable dentro / de la inestablidad, un globo como el nuestro, que descansa / sobre un pedestal del vacío, una bola de ping-pong / segura sobre un surtidor de agua. / Y así como no hay palabras para la superficie, es decir, / no hay palabras para decir lo que es realmente, que no es / superficial sino un núcleo visible, / así no hay / salida para el problema del pathos contra la experiencia”.
Este fragmento no sólo demuestra que una de las particularidades fundamentales de la poesía de Ashbery es su sintaxis, sino que quizá también haya acá un interesante punto de acceso lateral a la novela de Oviedo. Su táctica sintáctica, para usar una expresión cara a Libertella, es la que nos permitiría leer el pathos de ciertos ritmos y percepciones que tal vez son exquisitamente metaforizados por esa inquietud de jugador compulsivo que persigue al protagonista desde el principio o por el viaje final en auto a través de la niebla de vuelta a la ciudad, cual flâneur que camina o apuesta a ciegas, acompañado por una mujer desconocida, siempre al borde del abismo, esquivando los obstáculos inertes que el azar riega a su paso, como si se estuviera arriesgando para encontrar una nueva experiencia que le permita ordenar el caos que lo rodea, y salir así, por fin, de la hondonada a la que parece melancólicamente condenado.
Hondonada es la primera novela de Antonio Oviedo, autor de una vasta obra de más de 15 títulos, entre los que se pueden hallar poesías, cuentos, relatos, nouvelles y libros de crítica. Oviedo, como Carlos Schilling, otro poeta que ha practicado el género con maestría única con su excelente título Mujeres que nunca me amaron (2007), es quizá uno de los pocos autores cordobeses cuya poética está bien alejada tanto del vacuo barroco como del seudo minimalismo imperante en la ficción nacional.
La historia comienza con el mensaje de Mónica, hermana del protagonista narrador, anunciando la aparición de un posible comprador para el campo familiar que ambos han heredado. Rápidamente el universo ficcional se desplaza de la capital de Córdoba a las Altas Cumbres y sus alrededores, inaugurando un vaivén entre la ciudad y el campo que es una constante en los textos de Oviedo. Pero la novela también oscila entre situaciones presentes y pasadas, como si se tratara de una curiosa fluctuación de sueño y vigilia, a través de personajes que parecen suspendidos en el tiempo, como un viejo conocido o amigo de la familia llamado Slater, cuya presencia trae ecos o retazos de historias inconclusas de la Revolución Libertadora y el clima opresivo del proceso. Poco a poco, sin embargo, la novela va a ir casi desentendiéndose de lo que podríamos llamar su trama principal para desviar la apuesta hacia otros lugares. La narración, entonces, se abocará a la difícil tarea de aprehender climas, espacios y atmósferas y a ponerlos en relación con sensaciones e impresiones que carecen de un imperativo estatuto nominal. A partir de este movimiento se podrían encontrar algunos puntos de contacto con La frontera más secreta (1993) de Carlos Dámaso Martínez, y también con ciertas zonas de la obra de Juan José Saer.
Así, Hondonada, desde su mismo nombre, juega a prometer una inmersión en esos abismos existenciales que ya han dado más de una obra notable por estas tierras. Esto parece acentuado por el motivo elegido para ilustrar la tapa, el famoso “Hombre que camina bajo la lluvia” (1948) de Alberto Giacometti. La propuesta, sin embargo, es rápidamente mitigada por un epígrafe del poeta estadounidense John Ashbery: “Pero tus ojos proclaman / que todo es superficie”. Los versos provienen de “Auto-retrato en espejo convexo”, uno de sus más largos y célebres poemas, en el que también se puede leer: “La superficie es lo que está ahí. / El conjunto es estable dentro / de la inestablidad, un globo como el nuestro, que descansa / sobre un pedestal del vacío, una bola de ping-pong / segura sobre un surtidor de agua. / Y así como no hay palabras para la superficie, es decir, / no hay palabras para decir lo que es realmente, que no es / superficial sino un núcleo visible, / así no hay / salida para el problema del pathos contra la experiencia”.
Este fragmento no sólo demuestra que una de las particularidades fundamentales de la poesía de Ashbery es su sintaxis, sino que quizá también haya acá un interesante punto de acceso lateral a la novela de Oviedo. Su táctica sintáctica, para usar una expresión cara a Libertella, es la que nos permitiría leer el pathos de ciertos ritmos y percepciones que tal vez son exquisitamente metaforizados por esa inquietud de jugador compulsivo que persigue al protagonista desde el principio o por el viaje final en auto a través de la niebla de vuelta a la ciudad, cual flâneur que camina o apuesta a ciegas, acompañado por una mujer desconocida, siempre al borde del abismo, esquivando los obstáculos inertes que el azar riega a su paso, como si se estuviera arriesgando para encontrar una nueva experiencia que le permita ordenar el caos que lo rodea, y salir así, por fin, de la hondonada a la que parece melancólicamente condenado.
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