"El mediador", por Marcelo Cohen

(A continuación, les ofrecemos el fragmento inicial de la conferencia sobre el relato "Aballay" con que Marcelo Cohen cerró la Semana de Homenaje a Antonio Di Benedetto, organizada de manera conjunta por el Instituto de Lit. Hispanoamericana de la Universidad de Buenos Aires y la Casa de la provincia de Mendoza, en la Biblioteca Nacional, Bs. As., 9 al 13 de octubre de 2006)

La familia de personajes de ficción que se despegan del suelo es surtida y temperamental. Podemos elegir entre el estilita Simón de Luis Buñuel, que al modo español se pudre de aguantar a Dios, el Barón Rampante de Italo Calvino, que como buen italiano se apoya en un arrebato para hacer obras mayúsculas o los levitadores melancólicos de las películas de Tarkovski; todos son gente de carácter. Pero también está la adusta rama de los jinetes, que en la América de las llanuras a veces se quedan pegados a la silla como para siempre, y si bajan es solamente para cumplir una sentencia. Me acuerdo de Paul Munny, por ejemplo, el héroe estropeado de Los imperdonables. Uno de los tres o cuatro regalos que le valdrán a Clint Eastwood la gratitud del cinéfilo es la invención de ese cowboy solemne, ceñudo y cainita que por dormir al raso como los buenos cowboys recibe un chaparrón y se resfría. Como quizá se recuerde, Munny, ex borrachín pendenciero y matador tramposo, fue convertido a granjero decente por una mujer amorosa que después lo dejó viudo. Munny cria cerdos y expía solitariamente sus pecados, hasta que un día un amigo negro y un joven pistolero miope le cuentan que en el pueblo de Big Whiskey un peón deformó a navaja la cara de una prostituta, que las amigas de la muchacha ofrecen recompensa por vengarla, pero en el pueblo manda un sheriff cínico y traicionero que decide qué es el orden y a quién favorece. Si bien Munny no tiene la menor gana de reincidir, si bien está viejo y le duelen los huesos, hay justicia que hacer, dinero útil para su granja en juego y un amigo con el que cabalgar otra vez; de modo que monta; y el despegue romántico de la tierra no impide que agarre una pulmonía, ni la pulmonía le impide ejercer la justicia vengadora, incluso sin falsas limpiezas. Pero a estas alturas Munny ya está tanto más allá del satanismo como de la buena conciencia; ha purgado sus faltas, o más bien sabe que no purgará nunca y puede dejar que la fiebre lo consuma. Que la película sea una ensalada filosófica importa poco. Eastwood demuele el mito enhiesto del hombre a caballo y con el mismo impulso lo restaura, pero en estado de ficción difusa, indefinida; es una de esas imágenes más inmortales porque, al contario que los mitos, no organizan conductas. El cowboy de Los imperdonables es un trasunto de todos los jinetes solitarios del continente americano.

El otro día, yendo por el Paraná en una lancha de pasajeros, vi en un campo de San Pedro un peón que galopaba sobre un zaino, por entre el monte bajo y unas vacas adormecidas. Iba bordeando la orilla, curvado sobre la montura, seguido de una tropa de perritos. En la tarde azulada, ese jinete volvía a conjugar muchos opuestos: desplazamiento y fijeza, ingravidez y aplomo, soltura y esfuerzo, aire y tierra, tránsito fugaz y eternidad.

Así es Aballay, el gaucho purgador del cuento de Di Benedetto. Antes que estilita de la llanura americana es la leyenda languideciente del jinete vivificada por los detalles.

Y "Aballay" es un relato que no para de crecer y cambiar en la memoria. Cuando uno vuelve a leerlo después de años (al menos esto me pasó a mí), en la materia flaca de la historia encuentra poco en relación a lo que recordaba: un argumento agudo y lineal, media docena de anécdotas, un puñado de descripciones incomparables, reticencia y agilidad en el tratamiento de largos trechos de tiempo. Desde luego que esta escasez no es efecto de de una avara poética defensiva sino un privilegio muy premeditadamente dado a la forma; es una parvedad de palabras y una sintaxis muy elástica, y en definitiva, sirve a que el relato se amplifique en la memoria, porque es la manifestación del pensamiento severo de Aballay y de su modo de presentarse: "Un pobre." En términos cristianos, el pobre es el que está más cerca lo ilimitado. Si es jinete, nos lo encontramos siempre como en ese poema de Aulicino, en la encrucijada del sueño y la vigilia, un poco agobiado de fatiga, cabeceando.

Y no hay por qué ir derecho al cristianismo. La sucesión cortante de escenas, la técnica de contrastes, acerca a "Aballay" a la historia caricaturesca, una cercanía cuya prosapia literaria va por lo menos de los villanos hiperbólicos de Christopher Marlowe a los enredos negros de Kafka. Más todavía: la historia de "Aballay" bien puede contarse como un chiste. Algo para mí parece confirmarlo, y a la vez confirma la evolución incesante del personaje en la mente, es que durante años me olvidé de cómo terminaba el cuento. No sé qué significa el lapsus. En todo caso, "Aballay" se deja resumir con facilidad.   

El texto completo fue publicado en el primer número de la revista ZAMA, del Instituo de Literatura Hispanomericana (UBA) y se consigue aquí.

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