"El capitán Astiz y la pérdida del alma", por Gabriel Pasquini
¿Qué volvió especialmente notorio al (ex) capitán Alfredo Astiz? No era más cruel que otros y sólo tenía un rango menor en la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA), ese centro de cautiverio, tortura y exterminio en el que encontraron su muerte miles de personas. Hubo algunos motivos.
Astiz fue el primer “represor”, como se lo llamaría luego, con que los familiares de las víctimas trataron en forma directa. Obligando a una prisionera a pasar por su hermana, logró ser aceptado en las primeras reuniones de familiares que buscaban saber qué había sido de los secuestrados por la dictadura militar. Las fundadoras de Madres de Plaza de Mayo, Azucena Villaflor de Vicenti, Esther Ballestrino de Careaga y María Ponce de Bianco , las monjas francesas Alice Domon y Léonie Duquet, y los activistas Ángela Auad, Remo Berardo, Horacio Elbert, José Julio Fondevilla, Eduardo Gabriel Horane, Raquel Bulit y Patricia Oviedo fueron secuestrados y asesinados, tras ser señalados por el infiltrado Astiz. Poco después, su foto circulaba en el exterior como uno de los agentes secretos de la dictadura. En tiempos en que hasta algunos diarios y revistas negaban la existencia de los campos o de los “desaparecidos”, como los consideraba el gobierno, ese joven cuyo nombre verdadero aún desconocían fue el primer rostro claro, la primera encarnación viva de esa muerta oscuridad que había engullido a tantos.
Ya en democracia, Astiz, identificado con nombre y rango, fue acusado de causar la muerte de víctimas “inocentes”—como la sueca Dagmar Hagelin, a quien confundió con una militante montonera, o las monjas francesas. Era un tiempo en que ni los sobreviviente ni los familiares osaban referirse abiertamente a las eventuales vinculaciones de los “desaparecidos” con los grupos guerrilleros, razón alegada por los militares para justificar sus crímenes y aceptada parcialmente por el gobierno radical con su teoría de que al “demonio” de la lucha armada se le había opuesto el “demonio” del terror estatal. Para el criterio de la época, esos crímenes de Astiz parecían más “inexcusable” que otros por cuanto no habían tenido por víctimas a militantes armados.
Pese a esto, fue uno de los primeros beneficiados por la ley de obediencia debida impulsada por el gobierno radical, que absolvió a los oficiales de rango inferior, y la ley de punto final, que puso un plazo límite para acabar con las investigaciones. Así pasó de símbolo del horror “sin atenuantes” a símbolo de su impunidad. Y a esto contribuyó el tesón con que la Armada lo protegió hasta casi el fin de los ’90, cuando ya había sido indultado por el presidente Carlos Menem, junto con todos los demás. Aún recuerdo al miembro del Estado Mayor de la fuerza que, en esos años, me expicó que Astiz era “un buen tipo” y que si lo defendían era porque “no hizo nada”.
Convertido así en emblema, Astiz fue acosado en público de un modo que otros oficiales no. A menudo terminaba a golpes en restaurantes y discotecas en los que era reconocido.
Pero hay otros motivos por los que persistía en el recuerdo y la imaginación de muchos. La ESMA no fue sólo una de las decenas de bases clandestinas de la contrainsurgencia, sino también uno de esos atroces laboratorios de la condición humana de los que hablaba Primo Levi al referirse a los Lager nazis.
En parte por la perversa (el adjetivo es preciso aquí) imaginación política y personal del jefe de la Armada, comandante Emilio Massera, que quería reconvertir mediante la tortura y el miedo –como en 1984 de Orwell—a montoneros en colaboradores de sus proyectos (aunque un testimonio sugirió que la idea fue de un oficial de la Esma ), en parte (según se tornó evidente) por inclinación de los propios ejecutores de sus designios, en la Escuela se produjo una experiencia única, un contacto entre victimarios y víctimas sin igual en el aparato de terror del Estado militar. En un sistema que suponía la condena a muerte de todos, los oficiales de la ESMA elegían a qué prisioneros (sólo un puñado) salvar. La elección no respondía sólo, como indicaba la teoría, a las posibilidades de “recuperación” de los cautivos. No era sólo la delación o, incluso, el cambio de bando, lo que preservaba de la muerte, sino la compleja construcción de relaciones personales entre prisioneros y guardias.
Una de las sobrevivientes declaró: nosotros sufríamos de Síndrome de Estocolmo, pero ellos también. Probablemente esto no alcanza siquiera a describir lo que ocurrió. Las detenidas eran llevadas a cenar; se formaron parejas mixtas que subsistieron al fin del campo; hubo discusiones políticas; los marinos se hacían confesiones personales — si obligaban a los prisioneros a hablar en el cuarto de torturas, fuera de éste los obligaban a escuchar. La tormentosa fascinación que los cautivos provocaban en sus captores quedó mejor cristalizada en la exclamación furiosa del capitán Jorge “Tigre” Acosta, jefe operativo de la ESMA y personaje digno de Auschwitz o Treblinka: “¡Ustedes saben que nuestras relaciones con las mujeres, desde que las conocimos a ustedes, están prácticamente destruidas!”.
En ese micromundo al que cada quién había llegado con la identidad que la Gran Narración colectiva le había otorgado y ahora se encontraba en la situación de extrema realidad (o irrealidad) que obligaba a preguntarse de nuevo quién era, Astiz se destacaba –al menos para algunos—como aquel que trataba de mantener, hasta el final, la coherencia con su personaje original, el de combatiente anticomunista que seguía un particular código de honor.
“Era una especie de enemigo digno para nosotros –contó la prisionera Miriam Lewin–. No era corrupto. No violó. Peleaba contra la subversión y el comunismo, no trataba de hacerse rico. Su visión del mundo era la de un Neanderthal, pero estaba convencido de lo que estaba haciendo. Estaba ahí para ‘salvar’ a su país”. Cuando Lewin fue liberada –aunque mantenida bajo vigilancia en el país–, Astiz la llevó a cenar para despedirse (se iba a Sudáfrica) y le dejó el teléfono de su casa familiar por si necesitaba algo. La consideraba “recuperada”.
“Era un pequeño señor marinero, un gentleman inglés –lo definió otra prisionera, Elisa Tokar–. Era muy superior con sus subordinados y muy respetuoso de sus superiores. Y solía decir ‘usted’ cuando hablaba con los prisioneros más viejos”. Tokar llegó a lamentar que Astiz hubiera sido convertido en símbolo de la ESMA. “Preferiría que hubiese sido Acosta”.
Años más tarde, una sobreviviente consideró que todos los marinos buscaban forma de exculparse y que los gestos caballerescos eran la de Astiz. Tal vez. Tal vez a algunos jóvenes la idea de un “enemigo digno” servía para salvar algo de la propia dignidad que la tortura y la anulación psicológica pisoteaban día tras día. Pero había algo había más en la atracción que ejercía Astiz. Tal vez él se sentía compelido a seducir: había dejado a su novia con el argumento de que seguro iban a matarlo y en años posteriores, cuando su nombre era una condena, atajaba a otras mujeres ilusionadas con retenerlos: era imposible que les hiciera eso; era un hombre marcado y debía morir solo. En cambio, buscaba chicas en las discotecas. Volvía antes de sus vacaciones para hablar con los prisioneros de la ESMA: le gustaba tener un público que lo escuchara.
Pero, impostura o no, engaño o autoengaño, ése fue el personaje con que atravesó una de las experiencias más extremas de la Historia argentina: como un juramentado caballero medieval que despedaza a sus enemigos en nombre de Dios y Occidente. En términos más mundanos, era un simpatizante de Margaret Thatcher que odiaba el populismo, escuchaba música clásica y hablaba en correcto inglés; un ex rugbier, rubio y apuesto, que iba a los museos de París, apreciaba a Van Gogh y los móviles de Calder, mientras servía a un régimen que había prohibido la matemática moderna.
Era, en suma, tan cercano en términos de cultura y de clase a sus víctimas como para ser admitido entre las familiares de éstas como uno más –el “muchachito rubio” por cuya suerte la monja Alice Domon preguntó hasta al fin de sus días en la ESMA.
Aquí, el texto completo.
Astiz fue el primer “represor”, como se lo llamaría luego, con que los familiares de las víctimas trataron en forma directa. Obligando a una prisionera a pasar por su hermana, logró ser aceptado en las primeras reuniones de familiares que buscaban saber qué había sido de los secuestrados por la dictadura militar. Las fundadoras de Madres de Plaza de Mayo, Azucena Villaflor de Vicenti, Esther Ballestrino de Careaga y María Ponce de Bianco , las monjas francesas Alice Domon y Léonie Duquet, y los activistas Ángela Auad, Remo Berardo, Horacio Elbert, José Julio Fondevilla, Eduardo Gabriel Horane, Raquel Bulit y Patricia Oviedo fueron secuestrados y asesinados, tras ser señalados por el infiltrado Astiz. Poco después, su foto circulaba en el exterior como uno de los agentes secretos de la dictadura. En tiempos en que hasta algunos diarios y revistas negaban la existencia de los campos o de los “desaparecidos”, como los consideraba el gobierno, ese joven cuyo nombre verdadero aún desconocían fue el primer rostro claro, la primera encarnación viva de esa muerta oscuridad que había engullido a tantos.
Ya en democracia, Astiz, identificado con nombre y rango, fue acusado de causar la muerte de víctimas “inocentes”—como la sueca Dagmar Hagelin, a quien confundió con una militante montonera, o las monjas francesas. Era un tiempo en que ni los sobreviviente ni los familiares osaban referirse abiertamente a las eventuales vinculaciones de los “desaparecidos” con los grupos guerrilleros, razón alegada por los militares para justificar sus crímenes y aceptada parcialmente por el gobierno radical con su teoría de que al “demonio” de la lucha armada se le había opuesto el “demonio” del terror estatal. Para el criterio de la época, esos crímenes de Astiz parecían más “inexcusable” que otros por cuanto no habían tenido por víctimas a militantes armados.
Pese a esto, fue uno de los primeros beneficiados por la ley de obediencia debida impulsada por el gobierno radical, que absolvió a los oficiales de rango inferior, y la ley de punto final, que puso un plazo límite para acabar con las investigaciones. Así pasó de símbolo del horror “sin atenuantes” a símbolo de su impunidad. Y a esto contribuyó el tesón con que la Armada lo protegió hasta casi el fin de los ’90, cuando ya había sido indultado por el presidente Carlos Menem, junto con todos los demás. Aún recuerdo al miembro del Estado Mayor de la fuerza que, en esos años, me expicó que Astiz era “un buen tipo” y que si lo defendían era porque “no hizo nada”.
Convertido así en emblema, Astiz fue acosado en público de un modo que otros oficiales no. A menudo terminaba a golpes en restaurantes y discotecas en los que era reconocido.
Pero hay otros motivos por los que persistía en el recuerdo y la imaginación de muchos. La ESMA no fue sólo una de las decenas de bases clandestinas de la contrainsurgencia, sino también uno de esos atroces laboratorios de la condición humana de los que hablaba Primo Levi al referirse a los Lager nazis.
En parte por la perversa (el adjetivo es preciso aquí) imaginación política y personal del jefe de la Armada, comandante Emilio Massera, que quería reconvertir mediante la tortura y el miedo –como en 1984 de Orwell—a montoneros en colaboradores de sus proyectos (aunque un testimonio sugirió que la idea fue de un oficial de la Esma ), en parte (según se tornó evidente) por inclinación de los propios ejecutores de sus designios, en la Escuela se produjo una experiencia única, un contacto entre victimarios y víctimas sin igual en el aparato de terror del Estado militar. En un sistema que suponía la condena a muerte de todos, los oficiales de la ESMA elegían a qué prisioneros (sólo un puñado) salvar. La elección no respondía sólo, como indicaba la teoría, a las posibilidades de “recuperación” de los cautivos. No era sólo la delación o, incluso, el cambio de bando, lo que preservaba de la muerte, sino la compleja construcción de relaciones personales entre prisioneros y guardias.
Una de las sobrevivientes declaró: nosotros sufríamos de Síndrome de Estocolmo, pero ellos también. Probablemente esto no alcanza siquiera a describir lo que ocurrió. Las detenidas eran llevadas a cenar; se formaron parejas mixtas que subsistieron al fin del campo; hubo discusiones políticas; los marinos se hacían confesiones personales — si obligaban a los prisioneros a hablar en el cuarto de torturas, fuera de éste los obligaban a escuchar. La tormentosa fascinación que los cautivos provocaban en sus captores quedó mejor cristalizada en la exclamación furiosa del capitán Jorge “Tigre” Acosta, jefe operativo de la ESMA y personaje digno de Auschwitz o Treblinka: “¡Ustedes saben que nuestras relaciones con las mujeres, desde que las conocimos a ustedes, están prácticamente destruidas!”.
En ese micromundo al que cada quién había llegado con la identidad que la Gran Narración colectiva le había otorgado y ahora se encontraba en la situación de extrema realidad (o irrealidad) que obligaba a preguntarse de nuevo quién era, Astiz se destacaba –al menos para algunos—como aquel que trataba de mantener, hasta el final, la coherencia con su personaje original, el de combatiente anticomunista que seguía un particular código de honor.
“Era una especie de enemigo digno para nosotros –contó la prisionera Miriam Lewin–. No era corrupto. No violó. Peleaba contra la subversión y el comunismo, no trataba de hacerse rico. Su visión del mundo era la de un Neanderthal, pero estaba convencido de lo que estaba haciendo. Estaba ahí para ‘salvar’ a su país”. Cuando Lewin fue liberada –aunque mantenida bajo vigilancia en el país–, Astiz la llevó a cenar para despedirse (se iba a Sudáfrica) y le dejó el teléfono de su casa familiar por si necesitaba algo. La consideraba “recuperada”.
“Era un pequeño señor marinero, un gentleman inglés –lo definió otra prisionera, Elisa Tokar–. Era muy superior con sus subordinados y muy respetuoso de sus superiores. Y solía decir ‘usted’ cuando hablaba con los prisioneros más viejos”. Tokar llegó a lamentar que Astiz hubiera sido convertido en símbolo de la ESMA. “Preferiría que hubiese sido Acosta”.
Años más tarde, una sobreviviente consideró que todos los marinos buscaban forma de exculparse y que los gestos caballerescos eran la de Astiz. Tal vez. Tal vez a algunos jóvenes la idea de un “enemigo digno” servía para salvar algo de la propia dignidad que la tortura y la anulación psicológica pisoteaban día tras día. Pero había algo había más en la atracción que ejercía Astiz. Tal vez él se sentía compelido a seducir: había dejado a su novia con el argumento de que seguro iban a matarlo y en años posteriores, cuando su nombre era una condena, atajaba a otras mujeres ilusionadas con retenerlos: era imposible que les hiciera eso; era un hombre marcado y debía morir solo. En cambio, buscaba chicas en las discotecas. Volvía antes de sus vacaciones para hablar con los prisioneros de la ESMA: le gustaba tener un público que lo escuchara.
Pero, impostura o no, engaño o autoengaño, ése fue el personaje con que atravesó una de las experiencias más extremas de la Historia argentina: como un juramentado caballero medieval que despedaza a sus enemigos en nombre de Dios y Occidente. En términos más mundanos, era un simpatizante de Margaret Thatcher que odiaba el populismo, escuchaba música clásica y hablaba en correcto inglés; un ex rugbier, rubio y apuesto, que iba a los museos de París, apreciaba a Van Gogh y los móviles de Calder, mientras servía a un régimen que había prohibido la matemática moderna.
Era, en suma, tan cercano en términos de cultura y de clase a sus víctimas como para ser admitido entre las familiares de éstas como uno más –el “muchachito rubio” por cuya suerte la monja Alice Domon preguntó hasta al fin de sus días en la ESMA.
Aquí, el texto completo.
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