Tres entrevistas a escritores: Cavazzoni, Cohen, Puenzo
Agustín Scarpelli entrevistó al escritor italiano Ermanno Cavazzoni (Suplemento Ñ, Clarín, 7-10-11).
Los escritores inútiles (Emecé, 2004) es del tipo de libro que reclama un uso más que una lectura; como la famosa Rayuela, de Cortázar, esta novela del escritor Italiano Ermanno Cavazzoni le propone al lector distintos caminos para guiarlo a través de los pecados necesarios para convertirlo en un “escritor inútil”. Y la dificultad radica no tanto en la escritura sino en la condición de “inutilidad”: no es fácil volverse inútil, dice el autor-narrador, “a menos que la vida, con sus eventualidades, venga en socorro nuestro”. Y se ha establecido que las eventualidades son siete: las escuelas que se frecuentan, las familias por las que se es adoptado, las vejaciones sufridas, las esperanzas que se esfuman, los fantasmas que vienen de visita, los vagabundos que se termina por ser y las demencias de las que nadie se salva.
Esta última eventualidad es el centro al que vuelve una y otra vez la obra de Cavazzoni, cuyos personajes pueden pasar de un objeto inanimado —como las muñecas inflables que llevan consigo los escritores a sus tertulias o los alumnos de goma con ojos saltones para sentir que son escuchados con invariable admiración— a convertirse en seres que empiezan, de manera insospechada, a hablarnos de nosotros mismos de nuestra vulgaridad, de nuestra jactancia, de lo bufonescos que somos en la vida, en esta vida que desperdiciamos en el intento de parecernos a algo que nunca seremos. En fin, se trata de seres cuya racionalidad está en muchos casos seriamente cuestionada sin dejar de ser por ello, demasiado humanos. (...)
-¿Cómo concibe usted la relación entre arte y salud mental? ¿Por qué los escritores, y los artistas en general, visitan una y otra vez el tema de la locura? Y del otro lado, ¿por qué en el campo de la salud mental el arte se concibe como una práctica capaz de curar?
-Veo tres respuestas. Una forma de concebir esa relación, propia del positivismo del siglo XIX, era ver el artista como un caso de locura. Y quizá tenga algo de cierto. El otro problema, en cambio, es la representación de la locura: durante el siglo XX no existen muchos personajes de la literatura que no tenga algún tipo de locura en forma de alucinaciones, el deseo excesivo, con distintas formas de la neurosis. El tercer aspecto tiene que ver con la idea de que el arte es una forma de expresión y de comunicación con los otros y por eso se convirtió en una forma de sanar la locura, comprendida justamente como un problema en la comunicación.
Claro que hay formas extremas de la máxima perfección, como puede ser el caso de Obama (la razón personificada) y formas graves de locura, como la esquizofrenia. Entre los dos extremos todos ocupamos una posición. Es más, hay períodos de la vida en los que uno está más cerca de uno o de otro extremo. Por lo tanto, todos sabemos desde nuestra experiencia personal qué es la locura, aunque siempre se oculte. Y ese es el territorio, lleno de sorpresas, propio de la literatura.
Los escritores inútiles (Emecé, 2004) es del tipo de libro que reclama un uso más que una lectura; como la famosa Rayuela, de Cortázar, esta novela del escritor Italiano Ermanno Cavazzoni le propone al lector distintos caminos para guiarlo a través de los pecados necesarios para convertirlo en un “escritor inútil”. Y la dificultad radica no tanto en la escritura sino en la condición de “inutilidad”: no es fácil volverse inútil, dice el autor-narrador, “a menos que la vida, con sus eventualidades, venga en socorro nuestro”. Y se ha establecido que las eventualidades son siete: las escuelas que se frecuentan, las familias por las que se es adoptado, las vejaciones sufridas, las esperanzas que se esfuman, los fantasmas que vienen de visita, los vagabundos que se termina por ser y las demencias de las que nadie se salva.
Esta última eventualidad es el centro al que vuelve una y otra vez la obra de Cavazzoni, cuyos personajes pueden pasar de un objeto inanimado —como las muñecas inflables que llevan consigo los escritores a sus tertulias o los alumnos de goma con ojos saltones para sentir que son escuchados con invariable admiración— a convertirse en seres que empiezan, de manera insospechada, a hablarnos de nosotros mismos de nuestra vulgaridad, de nuestra jactancia, de lo bufonescos que somos en la vida, en esta vida que desperdiciamos en el intento de parecernos a algo que nunca seremos. En fin, se trata de seres cuya racionalidad está en muchos casos seriamente cuestionada sin dejar de ser por ello, demasiado humanos. (...)
-¿Cómo concibe usted la relación entre arte y salud mental? ¿Por qué los escritores, y los artistas en general, visitan una y otra vez el tema de la locura? Y del otro lado, ¿por qué en el campo de la salud mental el arte se concibe como una práctica capaz de curar?
-Veo tres respuestas. Una forma de concebir esa relación, propia del positivismo del siglo XIX, era ver el artista como un caso de locura. Y quizá tenga algo de cierto. El otro problema, en cambio, es la representación de la locura: durante el siglo XX no existen muchos personajes de la literatura que no tenga algún tipo de locura en forma de alucinaciones, el deseo excesivo, con distintas formas de la neurosis. El tercer aspecto tiene que ver con la idea de que el arte es una forma de expresión y de comunicación con los otros y por eso se convirtió en una forma de sanar la locura, comprendida justamente como un problema en la comunicación.
Claro que hay formas extremas de la máxima perfección, como puede ser el caso de Obama (la razón personificada) y formas graves de locura, como la esquizofrenia. Entre los dos extremos todos ocupamos una posición. Es más, hay períodos de la vida en los que uno está más cerca de uno o de otro extremo. Por lo tanto, todos sabemos desde nuestra experiencia personal qué es la locura, aunque siempre se oculte. Y ese es el territorio, lleno de sorpresas, propio de la literatura.
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