Héctor Abad Faciolince & Marc Caellas {sapos!}
Texto A: "CONTRA EL TEATRO", por Héctor Abad Faciolince.
Hay personas que les tienen fobia a los sapos, o a los aviones, o a las culebras. Yo le tengo fobia al teatro.
Lo digo sin orgullo, casi con pena: ir al teatro me produce una aversión parecida a comer hígado de perro crudo. Los comediantes salen al escenario, gritan, manotean, hacen reír al público, y yo siento una mezcla de vergüenza ajena, rabia y malestar. Quiero salir corriendo. Sentado en la butaca no me meto en la acción: veo un espectáculo ridículo, caduco, un muerto en vida. Una antigualla que huele mal, una impostura. Los que odian los sapos, los que no soportan siquiera su vista, reconocen que el sapo es un animal inocente, inofensivo, incluso útil. Si a veces destila una leche venenosa, ésta puede producir eczema, pero casi nunca es mortal. También yo sé que el teatro es inocente, inofensivo, incluso útil, sé que su veneno no mata, y sin embargo me repele.
Para el fóbico, de nada vale la prueba racional de la inocencia del objeto de su fobia. Al que le tiene fobia a volar no le sirven las estadísticas sobre lo poco probables que son los accidentes aéreos. De nada le sirve que la culebra tal sea de las que no atacan a nadie; si tiene fobia por las culebras da lo mismo que pique o no. Al que odia el teatro no le importa que a él se hayan dedicado algunos de los mayores genios de la literatura: Shakespeare, Ibsen, Lope, Sófocles, Chéjov… Lo hicieron, sí, pero hace siglos, cuando ellos y el teatro estaban vivos, al mismo tiempo. También Homero era un genio, y escribió las obras cumbres de la épica, pero ¿a quién se le ocurre, hoy, hacer cantares de gesta?
Alguien con fobia al avión, en general, no tiene nada contra los pilotos en tierra. Yo no tengo nada contra los actores, críticos, escritores, empresarios o directores de teatro. Los festivales son dignos, los teatros heroicos. Los teatreros son personas, en general, tan inofensivas y útiles como los sapos. Sus obras destilan un veneno blancuzco que no mata. Fuera del escenario son simpáticos, inteligentes, cultos. Me caen muy bien, en un comedor o en una esquina, el Negro Aguirre, Ramiro Osorio, Anamarta de Pizarro, Carlos José Reyes, Ibsen Martínez, Gilberto ídem, Omar Porras, Sandro Romero, tantos otros: personas extraordinarias. Pero encaramados ya en el tablado de sus gestos, maquillados, disfrazados, se convierten en monstruos.
“No seas dramático”, le dice uno a un amigo cuando está exagerando. Los actores en el teatro —precisamente por lo falsa y poco convincente que es cualquier representación— tienen que exagerar, dramatizar: dan alaridos, lloran, la gesticulación se enfatiza para que pueda verse desde el gallinero, la voz es impostada, no hablan nunca como uno, parece que todos hubieran nacido en Chile o en Galicia, deben gritar incluso sus susurros. Si están bravos, parecen iracundos; si están tristes, se muestran desolados; si están contentos, deben parecer plenos, radiantes; cada sonrisa es una carcajada, la risa es ya una crisis epiléptica; un mínimo antojo se convierte en rijo. Por realista que sea el escenario, es siempre de mentiras. Por minimalista y desnudo que sea, todo montaje es mucho. Lloran, se empelotan, gruñen y, lo peor de todo (si es teatro moderno), involucran al público: pretenden que la gente de la platea se vuelva un actor más, tan malo como ellos. Te jalan del codo, te obligan a decir algo, te preguntan, te retan, te ofenden, te regañan, se burlan.
Al que le tiene fobia a los sapos, le fascinan los sapos, pero en láminas o en libro. También a mí me fascina el teatro leído. O trasladado al cine, con sus efectos de realidad cada vez más perfectos. Gozo con los dramas abstractos, leídos, o con ese teatro moderno que se llama cine. Como un homenaje al Festival de Teatro (que debe existir, y apoyarse, y protegerse, como los aviones, las culebras y los sapos), en estos días pienso leer a Arthur Miller, a Harold Pinter, a Molière. Pero al que me invite al teatro le contestaré en latín: vade retro.
Texto B: "CONTRA LOS OPINADORES A SUELDO (una respuesta-remake a Héctor Abad)", por Marc Caellas.
Lo digo con orgullo, sin vergüenza: leer a los opinadores a sueldo de los periódicos me produce una aversión parecida a comer una tortilla de patatas hecha con huevos podridos. Los opinadores escriben necedades, escupen lugares comunes y se creen intelectuales, y yo siento una mezcla de vergüenza ajena, rabia y malestar. Quiero quemar el periódico. Sentado en el sofá no entiendo qué he hecho para merecer esto: leo un texto ridículo, caduco, un muerto en vida. Una antigualla que huele mal, una impostura. Los que odian las sapos, los que no soportan siquiera su vista, reconocen que el sapo es un animal inocente, inofensivo, incluso útil. Si a veces destila una leche venenosa, ésta puede producir eczema, pero casi nunca es mortal. También yo sé que los opinadores a sueldo son inocentes, inofensivos, incluso inútiles, sé que su veneno no mata, y sin embargo me repele.
Para el fóbico, de nada vale la prueba racional de la inocencia del objeto de su fobia. Al que le tiene fobia a volar no le sirven las estadísticas sobre lo poco probables que son los accidentes aéreos. De nada le sirve que la culebra tal sea de las que no atacan a nadie; si tiene fobia por las culebras da lo mismo que pique o no. Al que odia a los columnistas no le importa que a él se hayan dedicado algunos de los mayores genios de la literatura: Roberto Bolaño, David Foster Wallace, Dostoievski… Lo hicieron, sí, pero cuando se inspiraron, cuando sintieron que aportaban algo que valía la pena compartir. También Karl Kraus era un genio, y escribió grandes sobre sus gustos, pero ¿a quién se le ocurre, hoy, hablar de sus manías personales?
Alguien con fobia al avión, en general, no tiene nada contra los pilotos en tierra. Yo no tengo nada contra los novelistas, cronistas o poetas convertidos en opinadores a sueldo. Algunos periódicos son dignos, algunos jefe de redacción heroicos. Los opinadores son personas, en general, tan inofensivas y útiles como los sapos. Sus textos destilan un veneno blancuzco que no mata. Fuera del periódico son simpáticos, inteligentes, cultos. Me caen muy bien, en un comedor o en una esquina, Héctor Abad, Andrés Hoyos, William Ospina, Juan Gabriel Vásquez, Javier Cercas: personas extraordinarias. Pero encaramados en el ego de sus textos, engolados, disfrazados, se convierten en monstruos.
“No seas tan crítico”, le dice uno a un amigo cuando está exagerando. Los opinadores en el periódico —precisamente por la falta de ideas y la obligación de escribir cada semana para cobrar el cheque a fin de mes— tienen que hacerse los listos, escribir sobre lugares comunes: no critican nada, en el sentido etimológico de la palabra, o sea separar lo bueno de lo malo. Tampoco crean problemas. Se dedican a escribir sobre los temas políticos que los partidos ponen sobre la mesa. Discuten sobre las discusiones ya existentes. No generan nuevas discusiones. Miran de responder, con mayor o menor acierto, a las preguntas que les hacen los medios. No se hacen preguntas distintas. Por más buen novelista que sea el opinador, su columna es casi siempre una estafa. Por hábil e ingenioso que sea, su texto aburre. Se desgañitan, se hacen los graciosos, y, lo peor de todo (si es un novelista exitoso), hablan de sus intimidades: suponen que al lector le interesa saber sobre sus miserias cotidianas, o sobre lo que su hermana o mujer opinan de tal o tal cosa.
Al que le tiene fobia a los sapos, le fascinan los sapos, pero en láminas o en libro. También a mí me fascinan las ideas de los personajes de una buena novela. O trasladado al teatro, con esos parlamentos por momentos perfectos. Gozo con los libros complejos o con esa manera de opinar moderna que se llama crónica. Como un homenaje a las buenas columnas de opinión de los periódicos (que debieran existir, y apoyarse, y protegerse, como los aviones, las culebras y los sapos), en estos días no pienso leer a Larra, a José Martí, a Rubén Darío. Iré al teatro en cambio. Y al que me insista en que lea el periódico le contestaré en castellano castizo: vete a freír espárragos.
[Colorea con verde las transformaciones introducidas al texto A para crear el texto B, identifica el détournement operado en su lógica argumentativa, y envía tu respuesta a redaccion@bocadesapo.com.ar.
Los primeros cinco participantes en enviar las respuestas correctas recibirán de premio un sapo de hule para jugar en la bañera. PARTICIPA YA, TE ESPERAMOS!]
Hay personas que les tienen fobia a los sapos, o a los aviones, o a las culebras. Yo le tengo fobia al teatro.
Lo digo sin orgullo, casi con pena: ir al teatro me produce una aversión parecida a comer hígado de perro crudo. Los comediantes salen al escenario, gritan, manotean, hacen reír al público, y yo siento una mezcla de vergüenza ajena, rabia y malestar. Quiero salir corriendo. Sentado en la butaca no me meto en la acción: veo un espectáculo ridículo, caduco, un muerto en vida. Una antigualla que huele mal, una impostura. Los que odian los sapos, los que no soportan siquiera su vista, reconocen que el sapo es un animal inocente, inofensivo, incluso útil. Si a veces destila una leche venenosa, ésta puede producir eczema, pero casi nunca es mortal. También yo sé que el teatro es inocente, inofensivo, incluso útil, sé que su veneno no mata, y sin embargo me repele.
Para el fóbico, de nada vale la prueba racional de la inocencia del objeto de su fobia. Al que le tiene fobia a volar no le sirven las estadísticas sobre lo poco probables que son los accidentes aéreos. De nada le sirve que la culebra tal sea de las que no atacan a nadie; si tiene fobia por las culebras da lo mismo que pique o no. Al que odia el teatro no le importa que a él se hayan dedicado algunos de los mayores genios de la literatura: Shakespeare, Ibsen, Lope, Sófocles, Chéjov… Lo hicieron, sí, pero hace siglos, cuando ellos y el teatro estaban vivos, al mismo tiempo. También Homero era un genio, y escribió las obras cumbres de la épica, pero ¿a quién se le ocurre, hoy, hacer cantares de gesta?
Alguien con fobia al avión, en general, no tiene nada contra los pilotos en tierra. Yo no tengo nada contra los actores, críticos, escritores, empresarios o directores de teatro. Los festivales son dignos, los teatros heroicos. Los teatreros son personas, en general, tan inofensivas y útiles como los sapos. Sus obras destilan un veneno blancuzco que no mata. Fuera del escenario son simpáticos, inteligentes, cultos. Me caen muy bien, en un comedor o en una esquina, el Negro Aguirre, Ramiro Osorio, Anamarta de Pizarro, Carlos José Reyes, Ibsen Martínez, Gilberto ídem, Omar Porras, Sandro Romero, tantos otros: personas extraordinarias. Pero encaramados ya en el tablado de sus gestos, maquillados, disfrazados, se convierten en monstruos.
“No seas dramático”, le dice uno a un amigo cuando está exagerando. Los actores en el teatro —precisamente por lo falsa y poco convincente que es cualquier representación— tienen que exagerar, dramatizar: dan alaridos, lloran, la gesticulación se enfatiza para que pueda verse desde el gallinero, la voz es impostada, no hablan nunca como uno, parece que todos hubieran nacido en Chile o en Galicia, deben gritar incluso sus susurros. Si están bravos, parecen iracundos; si están tristes, se muestran desolados; si están contentos, deben parecer plenos, radiantes; cada sonrisa es una carcajada, la risa es ya una crisis epiléptica; un mínimo antojo se convierte en rijo. Por realista que sea el escenario, es siempre de mentiras. Por minimalista y desnudo que sea, todo montaje es mucho. Lloran, se empelotan, gruñen y, lo peor de todo (si es teatro moderno), involucran al público: pretenden que la gente de la platea se vuelva un actor más, tan malo como ellos. Te jalan del codo, te obligan a decir algo, te preguntan, te retan, te ofenden, te regañan, se burlan.
Al que le tiene fobia a los sapos, le fascinan los sapos, pero en láminas o en libro. También a mí me fascina el teatro leído. O trasladado al cine, con sus efectos de realidad cada vez más perfectos. Gozo con los dramas abstractos, leídos, o con ese teatro moderno que se llama cine. Como un homenaje al Festival de Teatro (que debe existir, y apoyarse, y protegerse, como los aviones, las culebras y los sapos), en estos días pienso leer a Arthur Miller, a Harold Pinter, a Molière. Pero al que me invite al teatro le contestaré en latín: vade retro.
Texto B: "CONTRA LOS OPINADORES A SUELDO (una respuesta-remake a Héctor Abad)", por Marc Caellas.
Lo digo con orgullo, sin vergüenza: leer a los opinadores a sueldo de los periódicos me produce una aversión parecida a comer una tortilla de patatas hecha con huevos podridos. Los opinadores escriben necedades, escupen lugares comunes y se creen intelectuales, y yo siento una mezcla de vergüenza ajena, rabia y malestar. Quiero quemar el periódico. Sentado en el sofá no entiendo qué he hecho para merecer esto: leo un texto ridículo, caduco, un muerto en vida. Una antigualla que huele mal, una impostura. Los que odian las sapos, los que no soportan siquiera su vista, reconocen que el sapo es un animal inocente, inofensivo, incluso útil. Si a veces destila una leche venenosa, ésta puede producir eczema, pero casi nunca es mortal. También yo sé que los opinadores a sueldo son inocentes, inofensivos, incluso inútiles, sé que su veneno no mata, y sin embargo me repele.
Para el fóbico, de nada vale la prueba racional de la inocencia del objeto de su fobia. Al que le tiene fobia a volar no le sirven las estadísticas sobre lo poco probables que son los accidentes aéreos. De nada le sirve que la culebra tal sea de las que no atacan a nadie; si tiene fobia por las culebras da lo mismo que pique o no. Al que odia a los columnistas no le importa que a él se hayan dedicado algunos de los mayores genios de la literatura: Roberto Bolaño, David Foster Wallace, Dostoievski… Lo hicieron, sí, pero cuando se inspiraron, cuando sintieron que aportaban algo que valía la pena compartir. También Karl Kraus era un genio, y escribió grandes sobre sus gustos, pero ¿a quién se le ocurre, hoy, hablar de sus manías personales?
Alguien con fobia al avión, en general, no tiene nada contra los pilotos en tierra. Yo no tengo nada contra los novelistas, cronistas o poetas convertidos en opinadores a sueldo. Algunos periódicos son dignos, algunos jefe de redacción heroicos. Los opinadores son personas, en general, tan inofensivas y útiles como los sapos. Sus textos destilan un veneno blancuzco que no mata. Fuera del periódico son simpáticos, inteligentes, cultos. Me caen muy bien, en un comedor o en una esquina, Héctor Abad, Andrés Hoyos, William Ospina, Juan Gabriel Vásquez, Javier Cercas: personas extraordinarias. Pero encaramados en el ego de sus textos, engolados, disfrazados, se convierten en monstruos.
“No seas tan crítico”, le dice uno a un amigo cuando está exagerando. Los opinadores en el periódico —precisamente por la falta de ideas y la obligación de escribir cada semana para cobrar el cheque a fin de mes— tienen que hacerse los listos, escribir sobre lugares comunes: no critican nada, en el sentido etimológico de la palabra, o sea separar lo bueno de lo malo. Tampoco crean problemas. Se dedican a escribir sobre los temas políticos que los partidos ponen sobre la mesa. Discuten sobre las discusiones ya existentes. No generan nuevas discusiones. Miran de responder, con mayor o menor acierto, a las preguntas que les hacen los medios. No se hacen preguntas distintas. Por más buen novelista que sea el opinador, su columna es casi siempre una estafa. Por hábil e ingenioso que sea, su texto aburre. Se desgañitan, se hacen los graciosos, y, lo peor de todo (si es un novelista exitoso), hablan de sus intimidades: suponen que al lector le interesa saber sobre sus miserias cotidianas, o sobre lo que su hermana o mujer opinan de tal o tal cosa.
Al que le tiene fobia a los sapos, le fascinan los sapos, pero en láminas o en libro. También a mí me fascinan las ideas de los personajes de una buena novela. O trasladado al teatro, con esos parlamentos por momentos perfectos. Gozo con los libros complejos o con esa manera de opinar moderna que se llama crónica. Como un homenaje a las buenas columnas de opinión de los periódicos (que debieran existir, y apoyarse, y protegerse, como los aviones, las culebras y los sapos), en estos días no pienso leer a Larra, a José Martí, a Rubén Darío. Iré al teatro en cambio. Y al que me insista en que lea el periódico le contestaré en castellano castizo: vete a freír espárragos.
[Colorea con verde las transformaciones introducidas al texto A para crear el texto B, identifica el détournement operado en su lógica argumentativa, y envía tu respuesta a redaccion@bocadesapo.com.ar.
Los primeros cinco participantes en enviar las respuestas correctas recibirán de premio un sapo de hule para jugar en la bañera. PARTICIPA YA, TE ESPERAMOS!]
Comentarios
Publicar un comentario