"Húmedos y secos", por Noé Jitrik

Santiago Scalabrón, un conocido dibujante argentino, desde hace años en Europa, me cuenta que vive habitualmente en Mallorca. Su casa está construida sobre lo que queda de una derruida muralla que antiguamente rodeaba la ciudad. Generación tras generación fueron levantando pisos hasta llegar a la estructura actual que, me imagino, debe tener todo lo necesario para vivir bien. En lo que queda de un patio hay una cisterna en la que se recogía el agua de lluvia que, como se sabe, en esos países no abunda: tanto mar y poca agua, esa paradoja asedia al Mediterráneo. Hoy hay agua corriente y la cisterna no cumple su originaria misión, pero cumple otra que vale la pena señalar.
Sus paredes, dócilmente, recogen toda la humedad ambiente de modo tal, con tanta eficiencia, que las paredes nuevas están siempre secas, si no hubiera eso las paredes se llenarían de hongos, muy difíciles de combatir; el mar, que rodea toda la isla, provee sin descanso de tal humedad, otra paradoja porque hay sol de sobra en lugares como ése, tan requeridos.
Al principio, me dice, no entendía por qué subsistía ese hueco –de hecho quienes siguieron sin entenderlo y lo cegaron, un ricachón marroquí, terminaron por abandonar sus casas, insoportable el olor a humedad– ni por qué no habían sido reparadas algunas fisuras en las vigas de madera ni tapados algunos agujeros en las paredes, pero al tiempo supo que las casas tienen vida, se mueven, no llegan a bailar ni necesitan de terremotos para hacerlo, pero distan de estar inmóviles: las fisuras acompañan el movimiento, los agujeros dejan pasar el aire, gracias a eso las casas son vivibles.
No cabe duda, los viejos constructores eran sabios, poseían una filosofía y en ella la humedad ocupaba un lugar central: ni que hubieran leído a Spinoza y sus reflexiones sobre el agua de que están compuestos los seres vivos, la conocían, convivían con ella, la amansaban, la comprendían y la dominaban, cosa que en otros lugares no se logra y se la odia y se la combate, se diría que en vano, la humedad es invencible y mortífera; no por nada algún anónimo poeta engendró una expresión que parece estar inscripta en un escudo nobiliario de Buenos Aires: “Lo que mata es la humedad”.
Me atrajo la descripción y el relato y en seguida pensé que la humedad es algo más complejo que una molestia. Por de pronto, que la hay buena –la que se necesita para que los cuerpos de humanos y de animales, riñones sobre todo, funcionen adecuadamente, las plantas no se mueran, los fluidos se renueven, el testicular, el vaginal, y funcionen– y mala –la que engendra los susodichos hongos, afecta los pulmones, enrarece la respiración, pudre los alimentos y muchas otras cosas terribles más–. Basta con recordar cómo nos sentimos cuando un noventa por ciento de humedad nos es anunciado como si fuera el comienzo de la guerra civil y la relación que existe entre ese fenómeno y determinadas enfermedades y, ni qué decir, en los estados de ánimo, el desgano, lo pegajoso, la ropa que huele. Pero más importante que todo eso es que los comportamientos de las personas que nacen y viven en lugares húmedos son peculiares, incluso en sus maneras de pensar: tal vez la gloria de la filosofía alemana descansa en los climas fríos y húmedos del Norte, donde el encierro promete un sustituto de la salvación. Spinoza, calentándose junto a un peligroso brasero en la húmeda Amsterdam, le buscaba la racionalidad a Dios, entre sus reflexiones y la humedad que lo enfermaba.

[Continúa en el diario Pagina/12, de hoy.]

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