"Algunos apuntes sobre el periodismo de Antonio Di Benedetto", por Jimena Néspolo


[Texto leído el día de ayer en el acto "A noventa años de su nacimiento, Antonio Di Benedetto hoy", a propósito de la presentación del libro de Natalia Gelós Antonio Di Benedetto periodista. Robert Cox, Jorge Urien Berri y Fernando Spiner, demás participantes de la mesa, están invitados a enviar sus intervenciones, para ser publicadas en este medio, a: redaccion@bocadesapo.com.ar.]


Algo huele a podrido en el periodismo de hoy. Desde hace años esta frase hecha que no se resigna a ser verdad de perogrullo ni crónica paparruchada, este adorable lugar común que sin ser Iglesia ni Estado, ya bendice, enturbia o lapida, distribuye carteles y comodatos, nos condena al lumpenaje disidente o, en el mejor de los casos, nos constituye en telespectadores de una muerte anunciada que nunca termina de ocurrir… Porque entre el mientras y el mientras tanto, se nos pasa la vida tan callando. Porque la vida –conviene recordar– aún está en la calle, en la ojivas virtuales, en los albardones, en las alcantarillas, y transcurre oronda e indiferente al run-run de las autopistas y los contubernios dominicales.
Hace seis años, en la Semana de Homenaje a Antonio Di Benedetto organizado por el Instituto de Literatura Hispanoamericana de la Universidad de Buenos Aires y la Casa de Mendoza, más específicamente en la mesa dedicada a reflexionar sobre periodismo, Jorge Urien Berri (frente a Maximiliano Tomas, editor del suplemento cultural del diario Perfil, Jaime Correas, director del diario Uno, Jorge Enrique Oviedo, ex editor de Los Andes, y la coordinada de la mesa, Sylvia Saítta) hacía referencia a este proceso de pauperización, desguace y vaciamiento que se vivía en las redacciones de los grandes medios y que se evidenciaba en la existencia de editores cada vez más jóvenes y menos formados. La figura del pasante (especie híbrida entre estudiante honorario y redactor golondrina), la flexibilización de las condiciones de empleo, los recortes y despidos en masa recrudecidos en este último tiempo son algunos de los índices que hablan de un debilitamiento de los medios concentracionarios y la emergencia de “otra cosa” –antes, incluso, del temible 7D.

Pero hablábamos de “una muerte anunciada”, y la mención –más que a la crónica del escritor colombiano– me recuerda a otro texto, el editorial del diario Buenos Aires Herald, del 24 de marzo de 1976, titulado justamente “La muerte de un gobierno”. Quisiera –si me permiten– citar un fragmento del mismo: “El gobierno de la presidente señora Ma. Estela Martínez de Perón murió hace varios meses. Mediante recursos artificiales se ha mantenido una semblanza de vida desde la navidad pasada, cuando el comandante del ejército, general Jorge Rafael Videla, dio su diagnóstico. Únicamente los cambios más totales de conducción podían salvar del desafuero tanto a la señora de Perón como a lo que queda del peronismo. Las fuerzas armadas han hecho todo lo que estaba a su alcance para defender la institucionalidad. Su paciencia no reconoce paralelo en la historia argentina. Pero ya sea por ignorancia o por testarudez, o una combinación de ambas cosas, el gobierno se enmarañó en sus rencillas internas tratando como un cachorrito de morder su propia cola, mientras se permitía que el país continuara su desplazamiento hacia la anarquía. El general Videla apeló a las instituciones para que salvaran a la democracia. Pero al gobierno le faltó claridad de visión como para interpretar ese llamado, hecho en el nombre de la democracia.” El texto insiste en la idea de que el gobierno armó su propio funeral y cierra así: “Pero con esta muerte predecible, inevitable, renace la esperanza. La esperanza es que el nuevo gobierno pueda garantizar los requerimientos básicos de una sociedad civilizada.”
A diferencia de los editoriales de los otros días, el del 24 de marzo no está firmado por Robert Cox. Sin embargo, es consecuente con el llamamiento al “orden”[1] que durante todo el mes proclama. En el editorial del día siguiente (titulado “Hasta ahora, vamos bien”, 25 de marzo de 1976, Buenos Aires Herald), que sí vuelve a llevar su rúbrica, se insiste en caracterizar la intervención militar como una “intervención médica” ante el mal que aqueja a la república: “Las primeras medidas del gobierno militar han sido seguras y deliberadas. Los comandantes de las fuerzas armadas han dado la impresión de saber bien hacia dónde se dirigen. (…) El éxito de la estricta operación militar que removió al gobierno totalmente desacreditado de la Sra. de Perón hace que el nuevo régimen se inicie con una nota de eficacia que contrasta con la pasada administración. Pareciera que los comandantes militares, enfrentados con la única alternativa de realizar un golpe de estado debido a la terca negativa o simple incapacidad del partido gobernante para hallar soluciones a la triple crisis del país, decidieron hacer una operación lo más rápida e indolora posible.”

No voy a detenerme en los editoriales posteriores, que continúan en esta línea hasta bien entrado el año siguiente, hasta –por ejemplo– festejar con desparpajo la muerte de Roberto Mario Santucho por parte de las fuerzas militares comparando otra vez el terrorismo con el cáncer, sino preguntar a los aquí presentes, a los periodistas que somos o que fuimos, si no deberíamos reflexionar sobre la posibilidad de instalar en la profesión el “juicio por mala praxis”, más que una Ley de ética, un código sui generis de honor, que bien puede tomar como ejemplo el llamamiento al auto-examen que Robert Cox viene realizando desde hace unos años.[2]
Quizá esa figura de derecho consuetudinario nos obligara a ser un poco más cautos, más cuidadosos, a la hora de opinar o de presentar “la noticia”. Puede que incluso nos evitara la angustiante tarea de tener que invocar el día de mañana a nuestros hijos para que expliquen lo que dijimos y lo que quisimos decir, para que destaquen aquello que dijimos bien y borroneen aquello que dijimos mal o tarde... Porque la memoria es tramposa cuando oculta cadáveres bajo la alfombra [3], la letra impresa cuenta. Es real. Tiene peso, densidad, duele. Y tiene consecuencias.
El libro de Natalia Gelós, Antonio Di Benedetto periodista, en rigor su investigación de maestría, es importante porque aborda al autor de Zama desde un perfil no estudiado e intenta encontrar respuestas que expliquen su detención por parte de la Junta Militar el 24 de marzo de 1976, los diecienueve meses de prisión y su posterior exilio. Como toda buena investigación encuentra algunas respuestas, pero deja planteadas, a su vez, otras tantas preguntas que señalan todo un vasto territorio inexplorado y que nos dejan a nosotros, lectores, incluso a quienes la acompañamos a lo largo de su investigación, imbuidos de cierto malestar… cierta desesperación que no se acaba nunca: ¿Por qué? ¿Por qué él y no otros? ¿Por qué el periodista de un diario del interior del país? ¿Fue su condición de escritor lo que lo mantuvo con vida? ¿Cuánto sabemos, cuánto desconocemos del periodismo ejercido en el interior del país antes, durante y después del golpe del ´76? Y es una ansiedad, ésta, que quizá sólo se calma volviendo a los textos, a las fuentes, como si entre el novo periodista intocado de pluma blanda y el periodista militante que dispara su metralleta, pudiéramos encontrar hoy un tercer camino.

Vayamos, entonces, a las fuentes. Veamos, por ejemplo, cuáles eran los titulares del diario Los Andes, del cual Antonio Di Benedetto era por entonces director, el 24 de marzo de 1976: “Declaró el estado de alerta el Justicialismo”, “La multipartidaria abogó por el régimen democrático”. Los titulares del 23 son aún más elocuentes: “Se creyó inminente la ruptura del orden institucional, ayer”, “Asesinato del titular de la FOTIA, Atilio Santillán”, “Isabel Perón analizó temas institucionales”, “Un clima de inusitada desazón se observó en el Congreso de la Nación”. Lejos del regodeo apocalíptico y el llamamiento al orden castrense que puede leerse en otros diarios, en el trastocamiento de la sintaxis se observa la resistencia a dar una noticia que se cree inminente pero intolerable. Ahí es cuando la ideología del editor habla y en este caso, siendo el editor el escritor que es, tema/rema se desquician y en la página termina comunicando todo: el orden de los ítems, la selección y el recorte, el espacio asignado, el montaje, la tipografía. Frente al ruido y el caos que imponen los otros medios, lo que primero se evidencia y produce escalofríos es la absoluta lucidez del impreso que ya puntea los temas en los que al día de hoy chapoteamos. 24 horas antes de que se produzca el golpe, una nota que casi toma toda la página tres informa que Osvaldo Papaleo, el secretario de Prensa y Difusión, denuncia que hay maniobras turbias por interferir en el circuito de comercialización del papel presa. En esa misma línea, el 19 de marzo, se publica la solicitada que el diario El Sol, de Catamarca, dirige al Ministerio del Interior, para denunciar que el medio está siendo hostilizado por el gobierno provincial y que peligra la libertad de prensa. Los Andes y El Sol se solidarizan, piden garantías institucionales. Más que la “muerte anunciada” de un gobierno, lo que podemos hoy leer en estos medios es la inminente y fatal desaparición de un modo de ejercer el periodismo.
El 17 de marzo se destaca en tapa: “Balbín exhortó a un supremo esfuerzo de unidad nacional”. Ya el 7 de marzo, se había publicado en el pie de la portada un artículo de opinión firmado por Jorge García Venturini que reflexionaba sobre el sentido coyuntural e histórico de la palabra “democracia”. El gesto dista de ser inocente, si consideramos que los únicos textos firmados del diario en ese momento eran los editoriales realizadas por las dueñas, Carmen Usandivaras de Calle y Elcira Videla de Schiappa de Azevedo, cuyos temas iban del problema de vialidad a la producción vinícola o frutal en la provincia. Es frente a ese vacío, esa intemperie, que la edición cobra sentido y hasta el modo de presentar las noticias internacionales se vuelve audaz. Veamos los titulares del 8 de marzo: “Tito elogió la actuación militar cubana en Angola”, “La Argentina inicia hoy sus gestiones ante el FMI”, “Reclaman una inmediata interpelación a Mondelli [el por entonces Ministro de Economía]”, “La CGT definirá hoy su posición sobre el plan”. La corrida cambiaria, el caos económico que se vive en esos días, el 18 de marzo recibe un alerta que sólo los crédulos pueden leer como auspicioso: “Un crédito por U$ 110 millones dará el FMI”. Otra vez el retorcimiento sintáctico, el titular normalizado, correcto, sería así: “El FMI dará un crédito por U$ 110 millones”. Dice la lingüística funcional de Halliday que la segunda cláusula de la oración es la que anuncia la novedad, la que informa, al dar la vuelta la frase, lo que se pone en ominoso foco no es el crédito en sí, sino al agente otorgante. ¿Por qué? Otra vez la pregunta: ¿Por qué?

Pero detengámonos aquí, la lectura retrospectiva puede ser también engañosa: ¿Sabía Di Benedetto que el otorgamiento de ese crédito definía la suerte del gobierno de María Estela Martínez de Perón? Quizá eso no lo sepamos nunca. Sí, en cambio, puede leerse en la cobertura de los casos, en las entrelíneas de las bajadas, la certeza de que la ola terror que por ese entonces se derramaba como ácido en la sociedad argentina era acicateada por un poder oscuro y atroz. El 21 de marzo, por ejemplo, al publicar la noticia del secuestro, la mutilación y muerte de una docente y un estudiante, se afirma que “encaja en lo que sería una acción deliberada de violencia desencadenada en los últimos días en el país, con fines no precisados”.

Con Di Benedetto preso, el editorial del 25 de marzo, firmado por las señoras Carmen y Elcira, parece hoy una de esas bromas de mal gusto a las que nos tienen acostumbrados algunos portales de noticias: “Pérdidas en el agro por malezas”. A partir de ese nefasto día Los Andes ya era otro diario.
En medio del ruido y la opaca lucidez, embriagados en una danza macabra, hoy se lee en ese raro mes agónico del periodismo vernáculo, que mientras una parte de la sociedad comenzaba a ensayar el pasito de la marcha militar y algunos tantos más disparaban por los caminos, había otros tipos que en su humilde cordura, sin pensarse indispensables ni peligrosos, trataban de entender qué estaba sucediendo, comunicar, equivocarse lo menos posible y ser fieles a sus ideales de pacifismo humanista.
Natalia Gelós recuerda en su libro una entrevista de 1972 en la que Di Benedetto se pregunta: “¿Qué es un periodista por infeliz que sea? Es un tipo –dice– que tiene una manía de servicio para los demás… Somos una especie de pequeños héroes miserables al servicio de los demás.”
No creo que Di Benedetto haya sido más miserable de lo que sos vos o de lo que soy yo. Sí creo que cada tanto necesitaba recordárselo para... vaya a saber para qué.



[1] En el editorial del 23 de marzo de 1976, titulado “Principalmente un problema de orden” (Buenos Aires Herald), leemos: “Pero la violencia en la escala que hemos visto en el último año y medio puede ser solucionada proveyendo la ley, el orden y la justicia que hoy faltan.”

[2] Ver la entrevista a Robert Cox realizada por Jairo Straccia: http://www.segundoenfoque.com.ar/rcox.htm: “Mi teoría es que los medios, y los periodistas, estaban tan acostumbrados a las dictaduras desde el año 1930 que, con pocas excepciones, el periodismo era cómplice de todos los gobiernos de turno. Cuando (Juan Domingo) Perón confiscó La Prensa, en lugar de pelear para preservar la libertad de información, los otros medios (Clarín y La Nación, particularmente) tomaron ventajas comerciales para ganar mercado. Desde entonces, con heroicas excepciones, los medios y las estrellas del periodismo han actuado como camaleones. Los más notables, obviamente, son Mariano Grondona y Bernardo Neustadt. El comportamiento de los medios y algunos periodistas en mi opinión era el resultado de una mezcla de comodidad, complicidad y miedo, en este orden. Hablando personalmente, me desilusionó mucho la actitud de La Nación. Sus editores eran cómplices de la dictadura, en particular, por no informar sobre los desaparecidos. Gran lástima porque La Nación tuvo la reputación y la autoridad necesaria para salvar miles de vidas solamente haciendo un buen periodismo. La gente de La Nación de esa época realmente necesita hacerse una profunda autocrítica y hoy no debe censurar a nadie ni ser hipócrita en algunos conceptos. Hay que mencionar un caso realmente vergonzoso: la editorial Atlántida publicó noticias falsas suministradas (caso Para Ti) por el aparato de la dictadura.” También el libro de David Cox, Guerra sucia, secretos sucios (Sudamericana, 2010).
Véase, a su vez, como contextualización, el libro de César L. Díaz, La cuenta regresiva. La construcción periodística del golpe de estado de 1976 (La Crujía, 2002), y el artículo “Del idilio a la desilusión. Los medios durante el Proceso (1976-1981)” (La Plata, 2004, en: http://www.alaic.net/VII_congreso/gt/gt_14/GT14-5.html), de César L. Díaz, María M. Passaro, Mario J. Giménez, donde se analiza el discurso editorial de La Prensa, Buenos Aires Herald y El Día, encontrando notables coincidencias en sus planteos encauzados en el “paradigma de la seguridad nacional”: “Los tres medios analizados, como el resto de sus colegas, salvo escasas excepciones, coincidieron editorialmente con los planteos fundantes del proceso de normalizar el país, adoptando como propio el discurso binario propuesto por los militares, de reconocimiento de un nosotros y ellos. Los diarios identificaban a la subversión como el otro y al resto de la sociedad, medios y autoridades militares como el nosotros que se reservaba la defensa de la nación; lógica que sostendría la justificación de la necesidad del golpe de estado y la teoría de los dos demonios durante el periodo analizado. Sin embargo, hasta 1978 el discurso editorial si bien fue explicativo-apologético en esos aspectos, no dejó de presentar un sesgo admonitorio basado en las cuentas pendientes del gobierno militar y las expectativas que tenían puestas en él, particularmente en la figura de Videla -a quien el Herald vinculaba explícitamente con el ala blanda del gobierno-. Nótese que luego de haber colaborado con el golpe, procuraron retomar su función de cuarto poder, demandando el cumplimiento de los objetivos planteados el 24 de marzo de 1976. Hasta aquí resulta relativamente clara la adscripción de los diarios a lo que planteamos inicialmente como el periodismo de seguridad nacional. No obstante ello, existieron desplazamientos ya que, tal como mencionamos, el Herald paulatinamente comenzaría su prédica en favor de los derechos humanos, denunciando a los grupos de tareas y reclamando, en este punto acompañado por sus dos colegas, la necesidad del retorno al estado de derecho, cada vez de manera más concluyente e imperativa.”

[3] “¿Hay alguna generación emergiendo, como había en España, que quiera tirar el pasado y vivir en el presente y de esa forma crear un futuro?” pregunta Cox a su amigo Harry Ingham en una carta fechada el 16 de agosto de 1989, y recogida en el libro En honor a la verdad, de David Cox (Buenos Aires, Colihue, 2002, pág. 242). Quizá sean los “muertos insepultos” de la Transición española los que estén tomando hoy las calles.






Comentarios

Entradas populares