"¿Un shock del pueblo?", por Naomi Klein
Menos de tres días después de que Sandy tocó tierra en la costa este de Estados Unidos, Iain Murria, del Competitive Enterprise Institute (Instituto de Competitividad Empresarial), dijo que la miseria que los neoyorquinos estaban a punto de sufrir era por culpa de su oposición a los grandes almacenes comerciales. En Forbes.com explicó que el hecho de que la ciudad rehúsa acoger a Walmart probablemente hará que la recuperación sea más difícil: Las tienditas simplemente no pueden hacer lo que los grandes almacenes sí pueden en estas circunstancias, escribió. También advirtió que si el ritmo de la reconstrucción resultaba ser lento (como a menudo sucede), entonces las reglas en favor de los sindicatos, como la ley Davis-Bacon, tendrían la culpa. Se refiere al estatuto que exige que a los trabajadores en proyectos de obras públicas se les pague no el salario mínimo, sino el que impera en la región.
Ese mismo día, Frank Rapoport, abogado que representa a varios contratistas de bienes raíces y de la construcción que manejan miles de millones de dólares, rápidamente sugirió que muchos de esos proyectos de obras públicas no deberían ser públicos. En vez, los gobiernos, cortos de dinero, deberían voltear hacia las sociedades pública-privadas, conocidas como P3. Esto implica puentes y túneles reconstruidos por compañías privadas, que podrían, por ejemplo, instalar casetas de cobro y quedarse con las ganancias. Estos acuerdos no son legales en Nueva York o Nueva Jersey, pero Rapoport cree que eso puede cambiar. Las estructuras de algunos de los puentes en Nueva Jersey que fueron destruidos necesitan ser remplazadas, y va a ser muy costoso, dijo a The Nation. Así que el gobierno podría no tener el dinero necesario para construirlos de manera correcta. Y ahí es cuando recurres a un P3.
El premio al sinvergüenza capitalismo de los desastres seguramente se lo lleva el economista de derecha Russell S. Sobel, quien escribió en un foro en línea de The New York Times. Sobel sugiere que en áreas muy golpeadas la FEMA (Agencia Federal para el Manejo de Emergencias) debería crear “zonas de libre comercio –en las cuales todas las regulaciones normales, licencias e impuestos (sean) suspendidas”. Al parecer, este alboroto empresarial proveería mejor los bienes y servicios que las víctimas necesitan.
Sí, claro: esta catástrofe muy probablemente creada por el cambio climático –crisis nacida del colosal fracaso regulatorio para prevenir que las empresas traten el medio ambiente como una cloaca abierta– es simplemente una nueva oportunidad de mayor desregulación. Y el hecho de que esta tormenta ha demostrado que la gente pobre y de la clase trabajadora es mucho más vulnerable a la crisis climática demuestra que esto es claramente el momento para despojar a esa gente de las pocas protecciones laborales que aún tiene, así como de privatizar los escasos servicios públicos a los que aún tienen acceso. Sobre todo, al enfrentar una extraordinariamente costosa crisis nacida del egoísmo empresarial, dar vacaciones fiscales a las empresas.
La oleada de intentos de usar el poder destructivo de Sandy para hacerse de dinero es sólo el más reciente capítulo de la muy larga historia que he llamado la “doctrina del shock”. Y es un pequeñísimo vistazo a las maneras en que las grandes empresas buscan cosechar enormes ganancias a partir del caos climático.
Un ejemplo: entre 2008 y 2010 fueron presentadas o expedidas al menos 261 patentes relacionadas con cultivos listos para el clima –semillas supuestamente capaces de soportar condiciones extremas, como sequías e inundaciones; de estas patentes, cerca de 80 por ciento estaba controlada por sólo seis gigantes de los agronegocios, incluyendo a Monsanto y Syngenta. Con la historia como nuestra maestra, sabemos que los pequeños agricultores se endeudarán intentando comprar estas nuevas semillas milagrosas y que muchos perderán su tierra.
En noviembre de 2010, The Economist publicó un texto, el de portada, acerca del cambio climático, que sirve como un útil (aunque desgarrador) anteproyecto de cómo el cambio climático podría servir como el pretexto para el último gran arrebato de tierra, un último despeje colonial de los bosques, las granjas y los litorales, a manos de un puñado de multinacionales. Los editores explican que las sequías y los cultivos sometidos a calores extremos son tal amenaza para los agricultores, que sólo los grandes jugadores pueden sobrevivir el desbarajuste y que puede ser que muchos agricultores abandonen la granja como forma de adaptarse. Tenían el mismo mensaje para los pescadores que ocupaban valiosas tierras frente al mar: ¿no sería mucho más seguro, tomando en cuenta los cada vez más elevados mares y todo lo demás, si se unieran con sus compañeros agricultores en los barrios bajos urbanos? Es más fácil proteger de las inundaciones a un puerto que a una población similarmente distribuida a lo largo de una costa de pueblos pesqueros.
Pero, se podría preguntar, ¿no hay un problema de desempleo en la mayoría de estas ciudades? Nada que un poco de reforma a los mercados laborales y libre comercio no puedan remediar. Además, las ciudades, explican, tienen estrategias sociales, formales o informales. Estoy bastante segura de que esto quiere decir que la gente cuyas estrategias sociales antes implicaban sembrar y atrapar sus propios alimentos, ahora pueden aferrarse a la vida vendiendo plumas rotas en los cruces o quizá traficando drogas. Aún no se menciona cuál debería ser la estrategia social informal cuando los vientos de una súper tormenta aúllen a través de aquellos precarios barrios bajos.
Durante mucho tiempo los ambientalistas consideraron que el cambio climático era un gran igualador, el asunto que afectaba a todos, ricos o pobres. No pensaron en la miríada de maneras en las que los súper ricos se protegerían de los efectos menos aceptables del modelo económico que los hizo tan ricos. En los pasados seis años hemos visto el surgimiento de bomberos privados, contratados por compañías de seguros para ofrecer un servicio de conserjería a sus clientes más ricos; además del Helpjet, que duró poco, una aerolínea chárter en Florida que ofrecía servicios de evacuación de cinco estrellas, de las zonas de huracanes. Ahora, después de Sandy, hay exclusivos agentes de bienes raíces que predicen que los generadores de energía serán el nuevo símbolo de estatus, con el juego del penthouse y la mansión. Al parecer algunos imaginan el cambio climático no tanto como un peligro claro y presente, sino más como una especie de vacaciones de spa; nada que la correcta combinación de servicios hechos a la medida y accesorios con buena curaduría no puedan vencer. Al menos esa fue la impresión que dejó la venta pre Sandy de Barney’s en Nueva York: ofrecía descuentos en el té verde sencha, juegos de backgammon y mantas de 500 dólares para que sus clientes de lujo pudieran instalarse con estilo.
Así que sabemos cómo los doctores del shock se están preparando para explotar la crisis climática, y, por el pasado, sabemos cómo termina esa historia. Pero aquí está la verdadera pregunta: ¿podría esta crisis ofrecer una oportunidad diferente, una que disperse el poder a las manos de muchos en vez de consolidarlo en las de pocos; una que expanda radicalmente lo colectivo en vez de subastarlo en pedazos? En pocas palabras, ¿podría Sandy ser el inicio de un shock del pueblo?
[Continúa acá -Naomi Klein, para The Nation, traducción de Tania Molina Ramírez].
Ese mismo día, Frank Rapoport, abogado que representa a varios contratistas de bienes raíces y de la construcción que manejan miles de millones de dólares, rápidamente sugirió que muchos de esos proyectos de obras públicas no deberían ser públicos. En vez, los gobiernos, cortos de dinero, deberían voltear hacia las sociedades pública-privadas, conocidas como P3. Esto implica puentes y túneles reconstruidos por compañías privadas, que podrían, por ejemplo, instalar casetas de cobro y quedarse con las ganancias. Estos acuerdos no son legales en Nueva York o Nueva Jersey, pero Rapoport cree que eso puede cambiar. Las estructuras de algunos de los puentes en Nueva Jersey que fueron destruidos necesitan ser remplazadas, y va a ser muy costoso, dijo a The Nation. Así que el gobierno podría no tener el dinero necesario para construirlos de manera correcta. Y ahí es cuando recurres a un P3.
El premio al sinvergüenza capitalismo de los desastres seguramente se lo lleva el economista de derecha Russell S. Sobel, quien escribió en un foro en línea de The New York Times. Sobel sugiere que en áreas muy golpeadas la FEMA (Agencia Federal para el Manejo de Emergencias) debería crear “zonas de libre comercio –en las cuales todas las regulaciones normales, licencias e impuestos (sean) suspendidas”. Al parecer, este alboroto empresarial proveería mejor los bienes y servicios que las víctimas necesitan.
Sí, claro: esta catástrofe muy probablemente creada por el cambio climático –crisis nacida del colosal fracaso regulatorio para prevenir que las empresas traten el medio ambiente como una cloaca abierta– es simplemente una nueva oportunidad de mayor desregulación. Y el hecho de que esta tormenta ha demostrado que la gente pobre y de la clase trabajadora es mucho más vulnerable a la crisis climática demuestra que esto es claramente el momento para despojar a esa gente de las pocas protecciones laborales que aún tiene, así como de privatizar los escasos servicios públicos a los que aún tienen acceso. Sobre todo, al enfrentar una extraordinariamente costosa crisis nacida del egoísmo empresarial, dar vacaciones fiscales a las empresas.
La oleada de intentos de usar el poder destructivo de Sandy para hacerse de dinero es sólo el más reciente capítulo de la muy larga historia que he llamado la “doctrina del shock”. Y es un pequeñísimo vistazo a las maneras en que las grandes empresas buscan cosechar enormes ganancias a partir del caos climático.
Un ejemplo: entre 2008 y 2010 fueron presentadas o expedidas al menos 261 patentes relacionadas con cultivos listos para el clima –semillas supuestamente capaces de soportar condiciones extremas, como sequías e inundaciones; de estas patentes, cerca de 80 por ciento estaba controlada por sólo seis gigantes de los agronegocios, incluyendo a Monsanto y Syngenta. Con la historia como nuestra maestra, sabemos que los pequeños agricultores se endeudarán intentando comprar estas nuevas semillas milagrosas y que muchos perderán su tierra.
En noviembre de 2010, The Economist publicó un texto, el de portada, acerca del cambio climático, que sirve como un útil (aunque desgarrador) anteproyecto de cómo el cambio climático podría servir como el pretexto para el último gran arrebato de tierra, un último despeje colonial de los bosques, las granjas y los litorales, a manos de un puñado de multinacionales. Los editores explican que las sequías y los cultivos sometidos a calores extremos son tal amenaza para los agricultores, que sólo los grandes jugadores pueden sobrevivir el desbarajuste y que puede ser que muchos agricultores abandonen la granja como forma de adaptarse. Tenían el mismo mensaje para los pescadores que ocupaban valiosas tierras frente al mar: ¿no sería mucho más seguro, tomando en cuenta los cada vez más elevados mares y todo lo demás, si se unieran con sus compañeros agricultores en los barrios bajos urbanos? Es más fácil proteger de las inundaciones a un puerto que a una población similarmente distribuida a lo largo de una costa de pueblos pesqueros.
Pero, se podría preguntar, ¿no hay un problema de desempleo en la mayoría de estas ciudades? Nada que un poco de reforma a los mercados laborales y libre comercio no puedan remediar. Además, las ciudades, explican, tienen estrategias sociales, formales o informales. Estoy bastante segura de que esto quiere decir que la gente cuyas estrategias sociales antes implicaban sembrar y atrapar sus propios alimentos, ahora pueden aferrarse a la vida vendiendo plumas rotas en los cruces o quizá traficando drogas. Aún no se menciona cuál debería ser la estrategia social informal cuando los vientos de una súper tormenta aúllen a través de aquellos precarios barrios bajos.
Durante mucho tiempo los ambientalistas consideraron que el cambio climático era un gran igualador, el asunto que afectaba a todos, ricos o pobres. No pensaron en la miríada de maneras en las que los súper ricos se protegerían de los efectos menos aceptables del modelo económico que los hizo tan ricos. En los pasados seis años hemos visto el surgimiento de bomberos privados, contratados por compañías de seguros para ofrecer un servicio de conserjería a sus clientes más ricos; además del Helpjet, que duró poco, una aerolínea chárter en Florida que ofrecía servicios de evacuación de cinco estrellas, de las zonas de huracanes. Ahora, después de Sandy, hay exclusivos agentes de bienes raíces que predicen que los generadores de energía serán el nuevo símbolo de estatus, con el juego del penthouse y la mansión. Al parecer algunos imaginan el cambio climático no tanto como un peligro claro y presente, sino más como una especie de vacaciones de spa; nada que la correcta combinación de servicios hechos a la medida y accesorios con buena curaduría no puedan vencer. Al menos esa fue la impresión que dejó la venta pre Sandy de Barney’s en Nueva York: ofrecía descuentos en el té verde sencha, juegos de backgammon y mantas de 500 dólares para que sus clientes de lujo pudieran instalarse con estilo.
Así que sabemos cómo los doctores del shock se están preparando para explotar la crisis climática, y, por el pasado, sabemos cómo termina esa historia. Pero aquí está la verdadera pregunta: ¿podría esta crisis ofrecer una oportunidad diferente, una que disperse el poder a las manos de muchos en vez de consolidarlo en las de pocos; una que expanda radicalmente lo colectivo en vez de subastarlo en pedazos? En pocas palabras, ¿podría Sandy ser el inicio de un shock del pueblo?
[Continúa acá -Naomi Klein, para The Nation, traducción de Tania Molina Ramírez].
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