"Notas de lectura", por Jorge Consiglio
Gabriela Cabezón Cámara, Jimena Néspolo y Jorge Consiglio en Eterna Cadencia, el viernes 27 de junio de 2014. |
El protagonista de la novela de El pozo y las ruinas se llama Seg
Cabrera, Segismundo Cabrera. Es fotógrafo. Trabaja en un diario. Está
distanciado de Lola, la que fue su novia. Se crió (y aparentemente nació) en
Mendoza. Al presente de la narración está en Londres. Cubre la Tercera Cumbre
por la Preservación del Medio Ambiente. Hay disturbios con unos manifestantes y
él está en el medio. Leo el primer párrafo de la novela:
“Ha de conocer
con suficiencia las peripecias de su oficio. Pero no… Hoy parece vaciado del
historial de la experiencia y su cuerpo saborea el peligro tal como si fuera
una realidad ajena: el corazón machacando el pecho como un herrero golpea su
yunque, sudoración en las manos, ardor en las mejillas y el aire que sin
terminar de salir ya se apresura por entrar nuevamente. El hombre corre por la
avenida principal en medio de una multitud de manifestantes embutidos en
pasamontañas de lana y pañuelos que ocultan la identidad. Tras él se cierne una
escena dantesca: bombas de estruendo, gases lacrimógenos que esparcen la
confusión, un par de heridos y gente que los asiste pidiendo ayuda a gritos. No
debería sucederle, sabe de qué se trata eso, pero en fin: ha quedado en medio
de la multitud y ahora debe correr en su mismo sentido si no quiere que un
garrote le parta en dos la espalda. Poco importa que lleve en su chaqueta la
identificación de periodista, ni que esgrima su cámara de fotógrafo y balbucee
en un inglés escolar que es corresponsal extranjero, cincuenta monos a sueldo
están tras de él y más le vale hacer lo que hacen todos –piensa mientras sus
piernas intentan ganar velocidad suficiente.” (El pozo y las ruinas, de Jimena Néspolo. Editorial Los Libros del Lince, página 13)
Esta escena de huida está impregnada
por un vértigo narrativo, por un dinamismo extremo que no se limita a este solo
momento porque se trate, justamente, del relato de una fuga, sino que no afloja
durante todo el texto. La narración fluye como si se tratara de un chorro de
petróleo: el discurso resbala y zigzaguea (porque el movimiento de la trama tiene
que ver con una línea que forma ángulos
alternativos, entrantes y salientes). A primera vista, este efecto se relaciona con una cuestión
sintáctica, pero no es solamente eso. Se trata más bien del resultado del ritmo
y del tono del texto. Se trata de una
música interna que hilvana hiatos y profusiones discursivas que terminan por
engrosar la trama a partir de la connotación y, al mismo tiempo —y valga en este caso la contradicción—, la dinamizan, la vuelven porosa.
Abierta de tramado, ligera. Esto es lo primero que me llamó la atención de la
novela. La primera razón que invita a leerla.
La segunda tiene que ver
con la estructura. En El pozo y las
ruinas se alterna una tercera persona que sigue a Cabrera con minuciosidad,
con la pasión de un entomólogo. Pero también hay otra tercera persona mediante
la que se insertan raccontos, que
están intervenidos por discurso directo. Además, en la trama hay imágenes,
citas (como especies de súbitos epígrafes), los cuentos que escribe Manuel
Reinoso, un periodista amigo de Seg, una entrevista a una joven narradora, un
diario de viaje y un anexo documental que contiene desde una especie de Manual
de Uso de cámara Leica hasta un acta notarial de un comisario en la que se
asienta una denuncia. En este punto, la novela se presenta como una especie de
mosaico que parece abarcar todos los registros, todas las voces, todas las
miradas. Y el empleo de este recurso es particularmente pertinente en esta
ficción que tematiza, desde un lugar originalísimo, el tema de la memoria y de
la filiación. En una escena, un personaje afirma: “Porque
la cuestión de la identidad gira en torno de una pregunta. ¿Quién soy? Y esta
pregunta depende intrínsecamente de esta otra: ¿Qué puedo y qué no puedo hacer?”
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Ahora
que escribo esto y que el tema es la memoria y la cuestión de los formatos de
los que se vale lo literario, me gustaría contar una breve historia. La oí un
montón de veces de labios de mi vieja, que era entrerriana. Parece que cuando
estaba terminando la primaria en Paraná, una maestra le pidió que leyera un
poema, creo que en el marco de un acto. Para no dejar nada librado al azar, la
maestra había elegido uno de Rubén Darío. La cuestión es que a mi vieja no le
gustaba ese poema, entonces, sin decir nada a nadie, decidió elegir otra cosa,
un escrito que la representara más, algo con lo que ella se identificara. Entonces
parece que buscó y buscó hasta que encontró el texto que la confirmaba. No era
un poema, no era un relato, ni siquiera era un fragmento de una obra de teatro.
Mi vieja eligió una receta de cocina de un plato que a ella le encantaba. Me dijo que, a la hora de leerlo, hizo todo
lo posible por disimular lo que pudiera faltarle al texto de literario con
efectos de entonación. Yo estoy seguro de que no le faltaba nada. Desconozco la
reacción de la maestra, pero guardo la esperanza de que la haya felicitado.
Volviendo
a la novela de Jimena, el uso combinado de los distintos formatos produce un
efecto polifónico. Las voces, en su diferencia, se conjugan en un todo
armónico. Y el eje, el centro, sobre el que se articulan todos los testimonios
es el protagonista, Seg Cabrera. Sobre él recaen los focos, incluso los más
indirectos y laterales, de modo que la visión que se tiene de Segismundo es
compleja. Contempla hasta la menos evidente de sus aristas.
En algún sentido, el
procedimiento de El pozo y las ruinas
se parece al que usó Lobo Antunes en su novela El orden natural de las cosas. El portugués también recurre a lo
coral; sin embargo, las consecuencias en su relato se relacionan con la
expansión de sentido, en tanto que, en el texto de Jimena, el sentido se
concentra, se cohesiona. En pocas palabras, esto justifica la mirada policroma
que recae sobre el personaje.
En otro orden de cosas,
es para destacar el empleo que se hace de las imágenes que aparecen en el texto,
en particular de ciertas fotos. No replican por otros medios el enunciado sino
que se abren en un valor simbólico que le es propio; en eso, creo, se cifra su
belleza y su enorme singularidad.
Y para terminar, me
gustaría relacionar el texto con una figura. Por ese movimiento circular,
envolvente, que caracteriza a El pozo y
las ruinas, y por la cuestión vertiginosa, dinámica, que agita las
partículas del relato (y a la que me referí al comienzo) creo que la figura
adecuada es el torbellino. La intensidad del texto, por otra parte, se ajusta a
esta figura. Una intensidad que tiene que ver con una tromba, que en su flujo
concéntrico de rotación, en su vórtice, lleva inscripto un concepto que nos
convoca a todos: el de la propia identidad.
(Texto leído en la presentación de la novela El pozo y las ruinas, el día 27 de junio en Eterna Cadencia, Ciudad de Buenos Aires.)
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