Entrevista a Rolando García (año 1971)

En el día del Investigador Científico reproducimos esta entrevista a Rolando García publicada originalmente en el N°13 de la revista Ciencia Nueva, en Noviembre de 1971.


CIENCIA NUEVA: Usted fue Decano de la Facultad de Ciencias Exactas de la Universidad de Buenos Aires desde 1957 hasta la intervención, en 1966. A cinco años de distancia, ¿cómo evalúa ese período?
Rolando García: No soy el primero —y es probable que tampoco sea el último— que se dedica a analizar y evaluar ese período universitario. De todas las facultades que componen la Universidad, la de Ciencias Exactas es, sin duda, la que durante ese período, generó cambios internos de mayor envergadura, y es natural que se trate de entender por qué ocurrió así y de evaluar qué sentido tiene todo eso visto a cinco años de distancia. ¿Qué es lo que intentamos hacer y qué es lo que realmente hicimos en ese período?
La experiencia adquirida durante esos años fue muy valiosa para mí. Sin ella, dudo que hubiera llegado a tener la concepción de la Universidad que tengo ahora y que resumiría de la siguiente manera:
El problema universitario tiene un aspecto político y otro técnico. El primero tiene prioridad sobre el segundo: debemos poner la técnica al servicio de la política y no viceversa. El objetivo de nuestra universidad no debe ser, en última instancia, formar técnicos e investigadores capaces, sino contribuir a la transformación que necesita el país. Indiscutiblemente que, para lograrlo, hay que formar gente con un alto nivel de capacitación. Pero este es el instrumento y no la meta.
Planteado así el problema, debemos comenzar por preguntarnos cuál es la transformación que deseamos para nuestro país. En lo que va de este siglo, nuestro país solo conoció dos transformaciones profundas: la que produce el irigoyenismo, con el acceso de la clase media al poder, y la que produce el peronismo, con la toma de conciencia política del proletariado. Desde entonces se ha hablado mucho de transformación y de cambio. Y si los usurpadores del poder han dejado de utilizar la palabra desarrollo, es sólo porque está “pasada de moda”, Pero ni el desarrollismo ni las versiones actuales de transformación y cambio nos proponen un cambio real y una transformación profunda, a la altura del proceso histórico que se está viviendo en el continente latinoamericano.
La transformación a la cual yo aspiro para mi país consiste, simplemente, en que deje de ser un país dependiente. Debo aclarar, de inmediato, que todo parecido de esta afirmación con lo que haya dicho alguno de nuestros ex ministros de economía es pura coincidencia… de palabras, no de ideas. Quizás, para evitar cualquier parecido, aun en las palabras, sería mejor que llamara a este tipo de transformación por su verdadero nombre: se trata, lisa y llanamente, de la liberación nacional; de una liberación auténtica, que permita a la gran masa de nuestro pueblo tomar en sus propias manos su destino como pueblo. Esta liberación tiene un doble sentido, porque también es doble la raíz de nuestra dependencia. Se trata, en primer término, de una liberación de la dependencia externa. Es quizás la más fácil de definir puesto que existe para ella una palabra inequívoca que resume el concepto: el imperialismo.
En segundo término, es una liberación de la dependencia interna, que se puede definir como el dominio que ejercen minorías privilegiadas sobre la gran masa de la población.
Una vez establecido este punto de partida —que es, sin duda, un lugar común con lo que sostienen numerosos movimientos de diversas ideologías— viene la tarea menos simple de establecer las implicaciones para la acción. Desde el punto de vista de la universidad, creo que pueden reducirse a tres, estrechamente interdependientes.
En primer lugar, el universitario debe asumir una posición militante. Cada universitario debe definir su forma de militancia. Pero al nivel de la institución misma esa militancia debe incluir la denuncia permanente de todas las formas de dependencia y, muy especialmente, la puesta en evidencia de los métodos sutiles del imperialismo moderno, así como las formas encubiertas de explotación, tanto externas como internas.
En segundo lugar, la universidad debe ser uno de los instrumentos esenciales para el estudio de los profundos cambios necesarios en la estructura socio-económica del país y para la instrumentación de una política científica y tecnológica que posibilite la transformación.
En tercer lugar, la universidad debe producir su propio cambio de estructura, dejando de ser una universidad al alcance y al servicio de una clase social, para transformarse en una universidad abierta, verdaderamente popular.
Es dentro de este contexto que yo desearía abordar el análisis de lo que se intentó hacer y de lo que verdaderamente se hizo en la Facultad de Ciencias Exactas de la Universidad de Buenos Aires, durante el período en el cual me correspondió actuar, es decir, entre 1956 y 1966.
El punto de partida fue muy precario. Nuestra facultad no tenía prácticamente ningún peso dentro de la Universidad. Pocos alumnos, muy pocos profesores, un edificio colonial, algunos laboratorios vetustos y mal equipados, un presupuesto ridículamente escaso.
Las poderosas camarillas de las facultades de Medicina, Ingeniería y Derecho habían gobernado a voluntad durante toda la historia de la Universidad, y eran responsables de su atraso y de su estancamiento. Las ciencias básicas eran sólo el pasatiempo de una élite o el áspero camino de algún asceta con pasión por la ciencia.
Fue necesario plantearse una estrategia a largo plazo y aferrarse a ella tenazmente, en una lucha porfiada, rayana con la terquedad. El esquema que elaboramos era, sin embargo, simple en su estructura. Como primera prioridad, la Facultad tenía que llegar a pesar dentro de la Universidad; debía poder convertirse en una plataforma de lucha, respetada por su jerarquía, por su capacidad de trabajo, por la seriedad y el rigor de los estudios y de las investigaciones que en ella se realizaran. Esto sólo podía lograrse con una nueva generación de docentes e investigadores que tuvieran un alto nivel de formación y una clara conciencia de la responsabilidad social que les cabía a ellos, como científicos y a la Universidad, como institución nacional. Esta etapa la cumplimos, aunque en un período de tiempo más largo que el que nos habíamos propuesto. Es cierto que la Facultad creció a un ritmo vertiginoso y llegó a ser el centro de formación e investigación en las ciencias básicas más importante de América latina.
Pero los obstáculos de toda índole que tuvimos que superar, así como la implacable campaña que se desató contra los sectores reformistas de la Universidad —campaña que estuvo específicamente dirigida contra la conducción de la Facultad de Ciencias Exactas—nos impidió entrar de lleno en la segunda etapa, cuyo objetivo era lograr igual jerarquía en la investigación aplicada. El Instituto de Investigaciones Aplicadas hubiera sido la culminación de esta etapa. Durante varios meses se trabajó, conjuntamente con la Facultad de Ingeniería, en los planes para la creación de este Instituto. Quedó un proyecto listo para comenzar a ejecutarse. Pero llegó junio de 1966…
noche bastones
Estudiantes y docentes saliendo de Perú 222 (viejo edificio de la FCEN-UBA) con los brazos en alto la noche del 29 de julio de 1966, luego de haber pasado entre dos filas de policias que los golpeaban con sus bastones
CN: ¿Por qué considera usted que la investigación aplicada debía abordarse sólo en una segunda etapa? ¿No podría haberse comenzado antes?
RG: En realidad, la investigación aplicada se impulsó desde un comienzo. Por eso se estableció el Instituto de Cálculo, se desarrolló el Departamento de Industria, se estableció el Instituto de Biología Marina, se investigaron métodos de prevención del granizo en Mendoza, se comenzó el estudio integral de los suelos en la región chaqueña y otros muchos estudios que no cabe detallar. También se eligieron temas de investigación básica dentro de campos que conducían a aplicaciones inmediatas, como se hizo, por ejemplo, con electroquímica.
Pero mi afirmación anterior tiene otro sentido. Cuando comenzamos el proceso acelerado de expansión de la Facultad, el peso de nuestro esfuerzo recayó en la formación de investigadores y en la instalación de laboratorios en ramas de la ciencia que estaban prácticamente huérfanas en nuestra universidad y por ende en el país. El primer objetivo fue tener una “masa crítica” de investigadores y un “clima” de trabajo. A partir de allí se podrían formular planes más ambiciosos, a más largo plazo y más integrados en la problemática del país.
Esta estrategia fue equivocadamente interpretada por sectores estudiantiles como una posición cientificista. Ignoraron, sin duda —y la culpa fue nuestra en gran medida— cuáles eran las razones que nos movían a adoptar esta estrategia y no otra. El tema merece una larga discusión, imposible de condensar en una entrevista de este tipo, pero que espero enviarles como una contribución futura.
Aquí me limitaré a decir que yo no comparto una posición muy rígida con respecto a la elección de los temas de investigación cuando se está en el punto de partida. Lo fundamental es formar buenos investigadores, gente que sepa trabajar, que sepa encarar problemas nuevos, que conozca las técnicas modernas, que tenga una metodología adecuada, que haya adquirido autonomía en el trabajo creador. No importa tanto en qué temas haya tenido que formarse. Lo que sí importa es su formación como individuo. Lo que sí importa es que no se haya corrompido a nivel personal, que esté dispuesto a poner lo que aprendió al servicio del país, que decida libremente ser un investigador semi frustrado y con modestos recursos, en su propio país, y no sueñe con un sueldo en dólares y con el mejor laboratorio del mundo en Berkeley o en el M. I. T. Un buen tirador tiene que haber practicado mucho y con distintos tipos de armas. No importa dónde aprendió a tirar. Lo importante es contra quién tire, una vez que aprendió a tirar.
CN: La crítica más seria que le hizo el sector estudiantil durante su actuación universitaria fue la aceptación de subsidios de fundaciones norteamericanas. ¿Podría aclararnos su posición con respecto a este problema?
RG: El problema de los subsidios extranjeros debe plantearse en perspectiva, dentro del marco de la política general del país. No se trata de determinar en cada caso si el subsidio en cuestión impone condiciones o no las impone; si el subsidio viene a promover un tipo de investigación que interesa a los donantes o que interesa a la institución que los recibe; si el subsidio crea o no crea condiciones que dejen al investigador a merced del donante, estableciendo lazos económicos que luego no pueden romperse sin poner en peligro la estabilidad o la continuidad del instituto o grupo de investigación. No se trata, en suma, de clasificar a los subsidios en “puros” y en “corruptores”, estableciendo una celosa vigilancia que deje obrar solamente a los primeros y cierre el paso a los otros.
El problema no está allí. En un país dependiente lo que está en juego es el sistema total de penetración del país dominante, es el sistema total de sumisión. Y es misión fundamental de la Universidad el esclarecimiento de las formas que adquiere esa dependencia. La Universidad, más que ninguna otra institución, tiene la responsabilidad de contribuir a crear en el pueblo la conciencia de que somos un país dependiente. Tiene, pues, la obligación de mostrar una posición absolutamente clara, sin equívocos posibles.
CN: Siendo así, ¿cómo juzga usted, retrospectivamente, la política de subsidios que usted mismo aplicó, como Decano de la Facultad de Ciencias Exactas?
RG: Aquí hay varios aspectos que considerar, de los cuales mencionaré solo dos. En primer lugar, nosotros usamos los subsidios como arma política y económica para defendernos y sobrevivir frente al ataque permanente de los grupos reaccionarios que dentro y fuera de la Universidad usaron todo tipo de armas para destruirnos o, por lo menos, para paralizarnos. En segundo lugar, nuestra política consistió en lograr el reemplazo del subsidio individual por el subsidio institucional. Los subsidios que solicitamos a la Fundación Ford o al BID no fueron para un investigador o un grupo de investigadores determinado, sino para equipar laboratorios que trabajaban en nuestros propios planes de investigación previamente elaborados o para completar la biblioteca. Teníamos la conciencia tranquila, porque nunca la Facultad recibió un subsidio que pudiera ser objetable en tanto nos quedemos en el análisis del subsidio mismo. Pero, como ya he dicho, la división de los subsidios en puros e impuros es improcedente. Por otra parte, se trata de una clasificación imposible de aplicar sin un alto grado de incertidumbre y arbitrariedad. Las formas sutiles de penetración establecen una gradación casi continua entre uno y otro tipo; no existe una línea neta con condiciones tales que ponga claramente en evidencia a quienes la traspasan. Una vez que se admitió el principio, una vez que una institución fue aceptada, lo demás es cuestión de tiempo. La lucha por mantener infranqueable esa barrera es dura y larga. La experiencia nos mostró que esa lucha se pierde inexorablemente. Nosotros no perdimos esa lucha en nuestra Facultad, pero la perdimos en la Universidad. Con el agravante de que esa lucha nos dejó en una posición ambigua frente a un estudiantado que reclamaba, con razón, posiciones esclarecedoras, actitudes definidas y una acción combativa con consignas precisas.
Hacia el final de mi último período en el decanato de la Facultad de Ciencias Exactas adopté, por todas estas razones, una actitud de rechazo total a los subsidios extranjeros. Pero esa posición, que fue hecha pública, se tomó lamentablemente, como una maniobra electoralista para ser usada en las elecciones en las que fui candidato al Rectorado de la Universidad de Buenos Aires.
CN: Sería preferible que nos ocupáramos ahora del presente y del futuro. ¿Qué medidas o qué planes propondría usted para remediar la actual situación universitaria y científica en el país?
RG: En el momento actual es poco lo que puede programarse o planificarse mientras el país no salga del atolladero en el cual se encuentra y mientras pasen las cosas gravísimas que están ocurriendo. Muchos de mis colegas se empeñan en corregir algunas anomalías, combatiendo a ciertas personas o proponiendo medidas determinadas para que se rectifiquen rumbos en algunas instituciones. Yo no dudo de que lo hagan muy honestamente, ni dudo tampoco de que puedan tener cierta eficacia. Lo que pongo en tela de juicio es la pertinencia de esa lucha dentro del contexto nacional. Al doctor Taquini se lo podrá reemplazar por alguien que sepa algo de política científica; se podrá mejorar el CONACYT, pero eso no modificará mucho la situación. Tampoco se trata de cuestionar a este o aquel miembro del Consejo de Investigaciones. O de preguntarse si Santas era mejor que Quartino o Guerrero peor que Zardini. Aquí está en juego todo el sistema y no algunos individuos.
Más grave que la presencia de Taquini en el CONACYT es la presencia permanente de los “servicios de informaciones” en la Secretaría y en el Directorio del Consejo de Investigaciones Científicas y Técnicas (para no hablar de las universidades). Sin restarles un ápice de su gravedad, yo creo que son problemas que deben pasar a segundo plano, porque sólo se trata de manifestaciones, en un sector determinado, del sistema político que impera en el país. Por eso, en un país que está en las condiciones del nuestro no tiene mucho sentido hablar de planes, como no se trate de los planes que podrían desarrollarse cuando las cosas cambien. Pero sólo cuando cambien en profundidad, cosa que no ocurrirá a través de pseudoacuerdos entre dirigentes fracasados, arribistas profesionales y detentadores de poderes que el pueblo jamás les habría otorgado.
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Chiste de la época: después de la intervención de la dictadura de Onganía, en la UBA despidieron, renunciaron o se exiliaron 301 profesores universitarios.
CN: ¿Cree usted entonces que habría que buscar la manera de volver al tipo de situación que imperaba en 1966?
RG: De ninguna manera. Nosotros trabajamos en la Universidad anterior a julio de 1966 no porque estuviéramos de acuerdo con lo que ocurría en el país, sino porque se nos daban las mínimas garantías de independencia que exigíamos para poder formar algunas generaciones de universitarios que estuvieran preparados para contribuir a construir un país distinto. Aunque esa tarea nos insumió demasiado tiempo y energía, no fuimos indiferentes a lo que ocurría en el país. Para mencionar sólo dos ejemplos: de nuestra Universidad partió la denuncia de los contratos petroleros y fue la Universidad un factor decisivo que se opuso al envío de tropas argentinas para apoyar la invasión norteamericana a Santo Domingo.
En el orden universitario quizás tendría sentido hablar de volver a 1966, no para hacer lo mismo que se hizo entonces, sino para aplicar la experiencia adquirida y hacer algo mucho mejor, con una verdadera revolución de estructuras universitarias. Pero en el orden nacional sería absurdo pensar en volver a 1966. No hay que olvidar que las masas populares están marginadas de las decisiones políticas fundamentales desde 1955. Ninguna vuelta a ningún tiempo pasado tiene sentido. Pero ninguna solución para el futuro tiene tampoco sentido marginando al protagonista principal del proceso histórico.
CN: ¿Piensa que habrá que esperar a que sobrevengan esos cambios profundos para poder hacer algo efectivo en el orden universitario?
RG: Voy a contestarle con una historia. Pero una historia verídica. Fue narrada por un periodista francés, en Ginebra, al regresar de una visita a Vietnam del Norte, en plena época de la “escalada”.
A orillas de un río, en una zona que había sido bombardeada la noche anterior, varios grupos de vietnamitas reconstruían afanosamente un puente casi totalmente destruido. “¿No piensan que puede volver a ser bombardeado y destruido apenas lo terminen, o aún antes?”, preguntó el periodista a su guía. “Claro que sí —fue la respuesta—, ya varias veces hemos construido aquí puentes y todos fueron destruidos. Pero no importa: por breve que sea el período en que funcione el puente, por él pasarán hombres y pertrechos, víveres y medicinas para otros combatientes. Todo eso va a contribuir a la victoria. Porque un día venceremos y cesarán los bombardeos, y quedará construido un puente mucho más hermoso que todos estos”.
Creo que tenemos que imitar a los vietnameses. Seguir construyendo puentes que contribuyen a la victoria final. Pero —también como ellos— sin pactar con el agresor con el fin de evitar los bombardeos.
CN: ¿Cómo juzga usted al gobierno tripartito en tanto forma de conducción de la Universidad?
RG: Creo que la experiencia de gobierno tripartito que se realizó en el período en el cual nosotros actuamos fue de gran trascendencia y con un neto balance positivo. La participación de los estudiantes y de los graduados en los órganos de gobierno universitario fue una antigua aspiración estudiantil que se remonta al movimiento de la Reforma de 1918. Era importante realizar la experiencia y evaluarla como una de las formas posibles de gobierno universitario.
Sigo sosteniendo que estudiantes y graduados realizaron un aporte de gran significación al proceso universitario que terminó en 1966. Alguna vez desafié —y ahora reitero el desafío— a profesores y a críticos extrauniversitarios que vociferaban contra el gobierno tripartito, a realizar la siguiente experiencia: revisar las actas taquigráficas de las sesiones del Consejo Superior de la Universidad de Buenos Aires, entre los años 1957 y 1966, y evaluar las intervenciones de los cinco representantes de los profesores, los cinco representantes estudiantiles y los cinco representantes de los graduados. Estoy convencido de que, al margen de ejemplos particulares —algunos grandes valores entre los representantes de los profesores y algunos ejemplos deplorables de delegados estudiantiles y de graduados— el saldo final muestra que el sector profesoral fue quien menos contribuyó a las cosas positivas que hizo la Universidad. En particular, en lo que respecta al nombramiento de docentes e investigadores, fueron los estudiantes y los graduados quienes pugnaron por una renovación de valores y se opusieron en muchas oportunidades a los profesores caducos cuyo mérito mayor era el de ser sostenidos por las poderosas camarillas que gobernaron las grandes facultades.
Es curioso, sin embargo, que hayan surgido últimamente, dentro del elenco oficialista de turno, numerosos defensores de la participación estudiantil en el gobierno universitario. Son los mismos que antes se oponían y ahora ensayan formas grotescas de populismo en burdo afán demagógico. Las causas profundas de estos cambios de frente —demagogia aparte— deben verse en el temor que les inspiran otras formas de “participación” estudiantil, no institucionalizadas, pero más efectivas que las anteriores, que han hecho que en algunas facultades las llamadas “autoridades” pasen a ser figuras decorativas, cuando no simples fantoches indecorosos.
CN: ¿Cree usted que debe volverse al gobierno tripartito?
RG: Creo que es bueno extraer todas las conclusiones de la experiencia anterior y considerar algunas alternativas posibles. Entre los aspectos negativos del gobierno tripartito, figura la disyuntiva en que se encontraron sistemáticamente los delegados estudiantiles y de graduados. O bien se “integraban” al organismo (Consejo Directivo o Consejo Superior) para el cual habían sido elegidos, se sumergían en los problemas y actuaban según su propio entender, o bien consultaban permanentemente a las agrupaciones de las cuales provenían, antes de tomar ninguna decisión. En el primer caso se “desconectaban” de quienes los habían votado, dejaban de ser representativos y eran de inmediato acusados de haberse “entregado”. En el segundo caso se veían frecuentemente reducidos a la esterilidad, pues los mecanismos de consulta eran lentos, se les daban “mandatos” que solían ser el fruto de decisiones de una mayoría circunstancial en una asamblea apresuradamente convocada y, en general, quedaban superados por los propios acontecimientos. En el caso de los graduados la situación se tornaba mucho más difícil de evaluar por la influencia de poderosas asociaciones profesionales.
Hoy se advierte una reacción contra este tipo de “vicios” del sistema de cogobierno. El problema no es nuestro solamente. Para citar a un país bien distinto, en Japón, los estudiantes rechazaron recientemente la participación en el gobierno universitario. Prefieren que los profesores asuman la responsabilidad total. Reclaman, sin embargo, el poder de veto, por parte de las organizaciones estudiantiles, sobre cierto tipo de medidas que pudieran adoptar los profesores. Alguna universidad japonesa ya adoptó este sistema.
Creo, en definitiva, que no hay que aferrarse a esquemas rígidos. Lo importante es no solo que haya efectiva participación de estudiantes y graduados en el gobierno universitario, sino que estos se sientan realmente representados. Hay más de una solución posible. En todo caso estoy absolutamente convencido —y la experiencia nuestra es terminante en este sentido— que no hay posibilidad de cambios profundos en la estructura universitaria sin una fuerte participación de estudiantes y graduados. Y para terminar con este tema, desearía agregar que debemos limpiar a la palabra “participación” de las connotaciones que le dio De Gaulle en Francia y que ha tenido imitadores aquí, como en otras partes del mundo. El participacionismo “a la De Gaulle” no es más que una forma novedosa de embaucar a obreros y estudiantes. Aquí, como en otros casos, estamos frente a una muestra de la inteligente política de la derecha que ha consistido en apoderarse del lenguaje de la izquierda para destruirlo.

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