"Un laberinto barroco para el grotesco argentino", por Adriana Mancini
Ceviche, de Federico Levín. Buenos Aires, Editorial Aquilina. 275 págs.
Con impecable ritmo narrativo y precisa estructura, Ceviche, la última novela de Federico Levín, se desarrolla en torno a las ansias de degustación de un robusto personaje -Héctor el Sapo Vizcarra- y un entrometido narrador, quien apropiándose de las notas culinarias y alguna referencia íntima del diario del personaje organiza una novela desopilante con rastros de policial, tonos de nuevo grotesco argentino y algunas pinceladas gruesas de color ajeno y otras tantas bizarras.
Con mano segura, casi se diría autoritaria, el narrador condiciona la lectura. Define la composición del texto abismándolo hasta lograr un novedoso “laberinto barroco” que describe tanto el espacio de ficción que construye como el relato que resulta.
La zona del Abasto, otrora barrio del mercado central de comercialización de hortalizas, es el espacio por donde circula el personaje en busca de exquisiteces peruanas. Calles, lugares con referencias precisas, apetitosas descripciones de platos étnicos y bebibles marcas de cervezas dan cuerpo al efecto de verosimilitud del texto que, paradójicamente, se debilita cuando el recurso se exaspera. La hiperbólica enumeración de, suponemos, todas las marcas foráneas presentes en el famoso Shopping transforma las galerías del paseo comercial en un espacio nocturno fantasmal en el que aparece (sin saber cómo) el protagonista, golpeado y confundido, y a su vez, pone en escena con saludable compostura irónica la universalidad –globalización– del espacio:
El Sapo acomoda su peso contra la puerta y piensa. En algunos lugares del mundo (y estando en el Abasto, dice el Sapo, se está en todos los lugares del mundo), existe un momento alimentario llamado spleen. (15)
Asimismo, la cita marca otro recurso del texto logrado a partir de la dislocación de términos sólidamente connotados. El rastro literario de Spleen se desvanece y renace convertido en un preciso momento ideal para deglutir la comida elegida: el ceviche. O, también, dadas las reiteradas desilusiones en la ingesta de platos aparentemente promisorios, el personaje se rebela contra su adicción y baraja la posibilidad de convertirse en “artista del hambre” (23).
Los jugos digestivos del singular personaje –casi un Dongui domesticado– al ritmo de sones propios y ajenos degluten y transforman en un suculento bolo alimenticio delicias peruanas de variada índole junto con referencias a Kafka, Baudelaire, Da Vinci en un ajetreado arrabal porteño. En el tránsito, el verosímil realista se tiñe de parodia; y contribuyen al caso, los acertados nombres de personajes secundarios que aparecen y desaparecen de la escena según la mesa servida que el Sapo elija. Peruanos músico-traficantes, policías de dudoso rango, torturadores, travestidos, mujeres pasionales, niños parricidas se esbozan detrás de creativos apelativos. Sudor de Sombra, Intestino Delgado, Alejo Frau, el Poio, el indio Mineral son algunos de los nombres que dan cuenta del recurso y contrastan con otros que por discretos desentonan. Los títulos de los capítulos afirman la estrategia. Pez gordo, Acidez, Fritura, Final con fantasmas, Bug Bunny, La última cena, etc. se entreveran con las asépticas fechas que anuncian las notas personales del Sapo escritas durante un caluroso diciembre de 2007.
El último capítulo descalabra el orden de la novela. El narrador da el zarpazo final: se presenta, confiesa sus aventuras literarias, sus jugadas apócrifas y las escenas fraguadas que hicieron posible la factura de este original texto.
Con impecable ritmo narrativo y precisa estructura, Ceviche, la última novela de Federico Levín, se desarrolla en torno a las ansias de degustación de un robusto personaje -Héctor el Sapo Vizcarra- y un entrometido narrador, quien apropiándose de las notas culinarias y alguna referencia íntima del diario del personaje organiza una novela desopilante con rastros de policial, tonos de nuevo grotesco argentino y algunas pinceladas gruesas de color ajeno y otras tantas bizarras.
Con mano segura, casi se diría autoritaria, el narrador condiciona la lectura. Define la composición del texto abismándolo hasta lograr un novedoso “laberinto barroco” que describe tanto el espacio de ficción que construye como el relato que resulta.
La zona del Abasto, otrora barrio del mercado central de comercialización de hortalizas, es el espacio por donde circula el personaje en busca de exquisiteces peruanas. Calles, lugares con referencias precisas, apetitosas descripciones de platos étnicos y bebibles marcas de cervezas dan cuerpo al efecto de verosimilitud del texto que, paradójicamente, se debilita cuando el recurso se exaspera. La hiperbólica enumeración de, suponemos, todas las marcas foráneas presentes en el famoso Shopping transforma las galerías del paseo comercial en un espacio nocturno fantasmal en el que aparece (sin saber cómo) el protagonista, golpeado y confundido, y a su vez, pone en escena con saludable compostura irónica la universalidad –globalización– del espacio:
El Sapo acomoda su peso contra la puerta y piensa. En algunos lugares del mundo (y estando en el Abasto, dice el Sapo, se está en todos los lugares del mundo), existe un momento alimentario llamado spleen. (15)
Asimismo, la cita marca otro recurso del texto logrado a partir de la dislocación de términos sólidamente connotados. El rastro literario de Spleen se desvanece y renace convertido en un preciso momento ideal para deglutir la comida elegida: el ceviche. O, también, dadas las reiteradas desilusiones en la ingesta de platos aparentemente promisorios, el personaje se rebela contra su adicción y baraja la posibilidad de convertirse en “artista del hambre” (23).
Los jugos digestivos del singular personaje –casi un Dongui domesticado– al ritmo de sones propios y ajenos degluten y transforman en un suculento bolo alimenticio delicias peruanas de variada índole junto con referencias a Kafka, Baudelaire, Da Vinci en un ajetreado arrabal porteño. En el tránsito, el verosímil realista se tiñe de parodia; y contribuyen al caso, los acertados nombres de personajes secundarios que aparecen y desaparecen de la escena según la mesa servida que el Sapo elija. Peruanos músico-traficantes, policías de dudoso rango, torturadores, travestidos, mujeres pasionales, niños parricidas se esbozan detrás de creativos apelativos. Sudor de Sombra, Intestino Delgado, Alejo Frau, el Poio, el indio Mineral son algunos de los nombres que dan cuenta del recurso y contrastan con otros que por discretos desentonan. Los títulos de los capítulos afirman la estrategia. Pez gordo, Acidez, Fritura, Final con fantasmas, Bug Bunny, La última cena, etc. se entreveran con las asépticas fechas que anuncian las notas personales del Sapo escritas durante un caluroso diciembre de 2007.
El último capítulo descalabra el orden de la novela. El narrador da el zarpazo final: se presenta, confiesa sus aventuras literarias, sus jugadas apócrifas y las escenas fraguadas que hicieron posible la factura de este original texto.
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