UNITED COLORS OF MURDER / POR EL OBSERVATORIO ARGENTINO

En la Argentina, el gobierno de Mauricio Macri, en alianza con grandes consorcios petroleros, mineros y agroindustriales, ha desatado una violencia feroz y homicida contra las comunidades indígenas en todo el país, con la complicidad del sistema jurídico y el respaldo de los medios principales. La comunidad global y las instituciones internacionales deben actuar ahora antes de que se extienda la masacre.
Screen Shot 2017-12-09 at 22.24.55Un Estado racista necesita construir un enemigo violento y bestial, de cuya eliminación depende el bien común. Es la muerte del otro estigmatizado –del judío, del musulmán, del indio– la que permitirá vivir a al colectivo, a “la gente”: esa es la lógica implacable de los racismos modernos. El 25 de noviembre, poco antes de trasladarse a la ciudad patagónica de Bariloche la cumbre del G20, fue asesinado con un tiro por la espalda el joven albañil Rafael Nahuel, de 22 años, en medio de un operativo de la Prefectura contra la comunidad mapuche Lafken Winkul que reclama territorios ancestrales. El operativo había sido dispuesto por el juez federal de Bariloche, Gustavo Villanueva, el mismo en quien recayó la investigación posterior del caso caratulado como “muerte dudosa”, a pesar de que el calibre de la bala coincide exactamente con las ametralladoras utilizadas por las fuerzas de seguridad. Pocos meses antes, en medio de otro operativo contra la comunidad mapuche Lof Cushamen, coordinado por el Jefe de Gabinete del Ministerio del Interior, Pablo Noceti, desde la estancia de Luciano Benetton, a quien los mapuche acusan de haber usurpado sus tierras, desapareció el joven Santiago Maldonado, cuyo cuerpo sin vida fue encontrado flotando en un río meses después en circunstancias oscuras. Nadie en el gobierno, consigue explicar por qué Maldonado, que no sabía nadar, se arrojó “voluntariamente” al río justo cuando la Gendarmería estaba reprimiendo la protesta.
La respuesta después de la muerte de Rafael Nahuel fue aún más escalofriante. “El beneficio de la duda siempre lo tiene que tener la fuerza de seguridad,” afirmó la vicepresidenta Gabriela Michetti. “Nosotros no tenemos que probar nada,” se hacía eco la Ministra de Seguridad, Patricia Bullrich, al mismo tiempo que acusaba a los indígenas de pertenecer a un supuesto grupo “terrorista” armado, sin presentar la más mínima evidencia. “A la versión que nos da la Prefectura le damos carácter de verdad.” Incluso la investigación judicial no halló indicios de armas entre las víctimas: al contrario, todo parece indicar que se defendieron apenas con piedras y palos del asalto con tropas de choque, y que huyeron hacia el bosque en el momento en que una bala alcanzó, por la espalda, a Rafael Nahuel. No obstante, a las pocas horas Bullrich y su par de Justicia, Germán Garavano, se felicitaban del éxito de la misión: “La gente del sur está protegida y se acabó el mundo al revés.”
En casos de represión y muerte, la razón la deben tener quienes portan las armas. Esta es la nueva brutal razón de Estado en Argentina: toda víctima será sospechosa. El uso del gentilicio colonial –la “gente del sur”– por parte de la Ministra no es casual: como en tiempos de la conquista, solo son “gente”, investida de derechos, quienes están del lado de las autoridades y de los intereses transnacionales que éstas defienden. Ese guión cínico también se ha aplicado a protestas de otros sectores como estudiantes y docentes, ferozmente apaleadxs cuando se manifestaban frente al Congreso en reclamo de sus salarios o cuando tomaban colegios en protestas contra recortes en educación. En marchas por los derechos de la mujer hemos visto activistas y reporteros arrastradxs con inusual violencia, destruyendo sus cámaras y luego manteniéndolxs incomunicadxs por horas, como en tiempos del régimen militar cuando todo elemento de constitucionalidad había desaparecido. Los ejemplos podrían multiplicarse, pero son los grupos indígenas los que, hasta el momento, han sufrido mayor número de muertes, golpizas, encarcelamientos y humillaciones públicas, como los dirigentes wichís y guaraníes Agustín Santillán, Roberto Farías y César Arias encarcelados en Salta y Formosa o la diputada y dirigente kolla Milagro Sala, presa hace casi dos años pese a numerosas órdenes vinculantes de liberarla por parte del Grupo contra la Detención Arbitraria de la ONU y de la Corte Interamericana de Derechos Humanos.
El gobierno de Mauricio Macri y los medios hegemónicos argentinos han instalado al racismo como lógica dominante de la política nacional. No se puede entender esa operación sin tener en cuenta los antecedentes prácticamente ininterrumpidos desde tiempos coloniales, de usurpación de tierras, masacres, de guerras santas y otras no declaradas, de victimización y discriminación de los pueblos originarios en la historia de las Américas y de Argentina. El discurso actual respecto de la supuesta ilegalidad de los actos mapuches desconoce no sólo las numerosas legislaciones y tratados internacionales – la Declaración de los Derechos de los Pueblos Indígenas de la ONU (2007) y la Convención sobre Pueblos Indígenas y Tribales de la Organización Internacional del Trabajo (1989)– sino fundamentalmente la Constitución Nacional, que en su artículo 75 indica inequívocamente: “[r]econocer la preexistencia étnica y cultural de los pueblos indígenas argentinos. […] [R]econocer […] la posesión y propiedad comunitarias de las tierras que tradicionalmente ocupan; y regular la entrega de otras aptas y suficientes para el desarrollo humano; ninguna de ellas será enajenable, transmisible ni susceptible de gravámenes o embargos”.

LOS DUEÑOS DE LA TIERRA

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Pero no es sólo la necesidad de instalar un discurso racista, como fórmula exitosa de movilizar el apoyo de las clases medias urbanas a pesar del ajuste de sueldos y los tarifazos galopantes, que hace que el enemigo nacional en Argentina hoy tenga cara de indio. Como en toda América Latina, también en Argentina estamos asistiendo a una feroz avanzada extractivista sobre áreas de alta biodiversidad, habitadas en gran parte por comunidades indígenas, a fin de acceder a reservas de gas, petróleo y minerales en los subsuelos y de crear gigantescas usinas hidroeléctricas para suministro de energía a las nuevas fronteras de extracción en el continente. América Latina se ha convertido en poco tiempo en la región del planeta en donde ser activista de derechos humanos se ha tornado más peligroso, aún más siendo indígena. En Honduras, la dirigente indígena Bertha Cáceres fue acribillada en 2016, meses después de recibir el prestigioso Premio Goldman de Medio Ambiente, a manos de sicarios de una compañía hidroeléctrica transnacional y con la colaboración de autoridades políticas y judiciales. Brasil, seguido por Colombia y Perú, es hoy el país con más indígenas asesinadxs en todo el mundo, según datos de la ONG Global Witness: cada semana, es asesinado un activista en el país amazónico.
Argentina no es una excepción a esa triste regla. En la Patagonia, dividida en enormes latifundios en manos de unos pocos argentinos y extranjeros –los norteamericanos Joe Lewis y Ted Turner, el italiano Luciano Benetton– el presidente Macri ha dejado en claro, desde el comienzo de su gestión, de qué lado está. En numerosas ocasiones, helicóptero oficial mediante, pasó sus días de descanso en la paradisíaca villa de Lewis a orillas del Lago Escondido – orillas públicas que son tristemente famosas porque, en violación de repetidos fallos judiciales, el magnate les ha destruido los accesos: el piqueterismo, cuando es blanco y opulento, sí es tolerable. De este modo, en el momento en que el futuro del planeta está en juego ante la catástrofe climática, en Argentina y en gran parte de Latinoamérica han vuelto a tomar las riendas del poder los sectores más rancios de las vieja élites: muchos de los ministros y altos funcionarios del gabinete de Macri son descendientes directos de los políticos y militares que llevaron a cabo la ‘Campaña al Desierto’ y el exterminio indígena en el siglo XIX. Junto a sus socios europeos y norteamericanos, esos nuevos viejos dueños de la tierra han resuelto por fin la contradicción ante la cual se rindieron los gobiernos progresistas en Latinoamérica: la tensión entre ampliar el Estado de derecho y profundizar el avance extractivista.

DERECHOS Y HUMANOS

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La persecución a las comunidades indígenas forma parte de la erosión sistemática al movimiento de derechos humanos en Argentina, movimiento sobre el que se asentó el pacto democrático desde la dictadura. El gobierno actual ha convertido los organismos de derechos humanos en uno de sus enemigos más insistentes. Ningún país del G20 ha revocado más acreditaciones de ONGs al asumir la presidencia del organismo que la Argentina: según Global Justice Now, ese ataque a la libertad de expresión “mostró claramente que el Gobierno de Mauricio Macri no respeta la democracia ni el pluralismo.”¿Por qué esta obsesión del gobierno y de las fuerzas mediáticas que lo acompañan contra el movimiento de derechos humanos?  Porque ese movimiento ha construido y hecho públicas herramientas culturales y jurídicas para contestar los mecanismos de abuso y brutalidad de unas fuerzas armadas con larga tradición de impunidad y de prácticas de terrorismos de Estado. El gobierno de Macri, por el contrario, viene dándole un permiso cada vez más explícito al accionar de las distintas fuerzas, haciendo de la represión a las protestas un espectáculo de campaña, y asegurando que dicha represión no va a tener consecuencias jurídicas para los excesos que se cometan.  Para un gobierno que busca proyectar una imagen de “orden y seguridad” en contextos de profundización de la desigualdad social, los derechos humanos son un obstáculo que debe ser despejado.
En la Argentina de hoy, donde la independencia judicial y la libertad de expresión han sido brutalmente mutilados y la demagogia racista y la criminalización de cualquier voz disidente han puesto en peligro a la democracia y al Estado de derecho, nos cabe a nosotrxs –la comunidad internacional– levantar nuestra voz en defensa de las víctimas del autoritarismo neoconservador. Desde el Observatorio Argentino, expresamos nuestra adhesión y nuestro apoyo al Comité de la ONU para la Eliminación de la Discriminación Racial que ha manifestado su preocupación por los hechos de desalojo forzoso y violencia cometida contra los pueblos indígenas, y a la iniciativa de parlamentarixs europexs que proponen suspender las negociaciones del acuerdo comercial con el Mercosur en respuesta a la criminalización del pueblo mapuche en Argentina. Ya una vez le tocó a la esfera pública internacional el mantener vivos los reclamos de justicia y verdad, durante el Mundial de Fútbol de 1978, cuando la dictadura militar ahogó el grito de las víctimas del terror bajo el eslogan ‘Los argentinos somos derechos y humanos’. No dejemos que la Argentina se deslice una vez más hacia las tinieblas.
Observatorio Argentino, 10 de diciembre de 2017.

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